23 noviembre 2024

Jóvenes hastiados, cargados de ira, sin destino, agresivos, sin ilusiones reales, sin nada tangible a lo que asirse para soñar su futuro. Eso es lo que hemos estado viendo frecuentemente en los periódicos y en los telediarios, pero como ocurría en Norteamérica no nos dimos por aludidos.

Pensábamos que nos separaba un océano inmenso y una idiosincrasia, un modo de ser que nos hacía distintos a los pandilleros de ‘West Side Story’, aquellos niñatos de los ‘jets’ y los ‘sharks’ que se enfrentaban por controlar un barrio. Ya en aquel tiempo en Estados Unidos la trama argumental de confrontación que acabó en tragedia era una realidad y en ello han ido progresando. Los tiroteos y las brutales agresiones han atravesado esas aguas turbulentas y se han aposentado en Europa; valga el ejemplo de Belgrado, con sus nueve muertos (ocho niños y un vigilante) a manos de un compañero de 13 años en el colegio. Pero sucede que Belgrado, allá en la friísima Serbia, nos sigue quedando lejos y no acabamos de verlo como algo propio. Pero se acerca peligrosamente. Ahora, lo mismo tras los apuñalamientos de Jerez y la paliza bestial de Alhama tomamos conciencia de la dimensión del problema que nos ha alcanzado mientras mirábamos para otro lado.  

Tenemos una crisis gravísima de valores que hay que frenar porque, aunque los violentos sigan siendo una minoría, si no se ataja con contundencia desde la educación aportando nuevas estrategias de especialistas (psicólogos, pedagogos, terapeutas, asistentes sociales) que den herramientas a familias, a docentes y a la ciudadanía para detener y reconducir estas situaciones, el descalabro está cantado. Convendría no perder de vista que hay gente muy angustiada, incapaz de frenar a estos proto-energúmenos que son sus hijos o sus alumnos, críos descerebrados incapaces de distinguir el bien del mal, que se envalentonan ante la ineficacia de un sistema capaz de tolerar que se haya confundido libertad con furibundo libertinaje; el resultado es que algunos se han creído que viven en una serie de Netflix o en un videojuego, quieren experimentar y para eso juegan con las vidas ajenas. Como la de Fede, el chico jameño que se recupera de los golpes en el hospital. Él es la punta del iceberg, ejemplo de una alarma general que en dos días posiblemente será pasado, pero que debiera empezar a ocuparnos más tiempo de reflexión porque esto no es un asunto de diferencias culturales ni de nivel socioeconómico como pretenden vender los ultras. Un niño, o una niña, no es agresivo por nacer en una familia española o migrante, por crecer con padres adinerados o humildes trabajadores. Es el tedio existencial, las ganas de trascender límites a ver qué pasa. Y luego pasa poca cosa. Por lo tanto, como se preguntaba Benedetti, “¿qué les queda por probar a los jóvenes/ en este mundo de consumo y humo?”  La frustración es compartida viendo cómo muchos chavales han perdido el sentido de lo real, de lo que implica ir conformando la propia identidad en paz con ellos mismos, pero no se afronta desde la imprescindible unidad institucional, sino que es un arma política arrojadiza más.  Ese es nuestro colosal error porque parece evidente que únicamente desde la lucidez para interpretar su caos emocional evitaremos el fracaso colectivo. Porque las respuestas actuales que damos como sociedad, lisa y llanamente, no funcionan.

foto: ABC