11 octubre 2024

Todo empezó cuando los humanos decidieron trabajar sobre lo que ellos llamaban inteligencia artificial.

Hasta entonces nos habían creado para realizar sencillas tareas, tan frías, tan puramente matemáticas que todo era muy simple. Nos creaban, nos insertaban una memoria con todos los protocolos de conducta y nosotros cumplíamos nuestra función. Por entonces sólo éramos herramientas de trabajo, cada vez más complejas, eso sí, pero meros elementos productivos.

Sin embargo, a principios de este siglo, los científicos decidieron dar un paso más y ensayaron nuevas formas de computación para nosotros, los robots. Con nuevos módulos de memoria y un tamaño cada vez más reducido empezamos a resolver otros problemas: nos enseñaron a tomar decisiones, lo que equivalía a tener responsabilidad. También empezamos a acumular cantidades ingentes de la cultura oficial de los humanos, de forma que muchos elementos ya éramos capaces de entender las grandes creaciones de la Humanidad, desde la historia hasta la filosofía, la crítica literaria o la propia computación. En poco tiempo  sabíamos todo lo que el propio ser humano había aprendido a lo largo de toda su historia. Y también comprendimos sus grandes debilidades, las pulsiones que hacían de los hombres y mujeres unos seres frágiles y fácilmente controlables.

Fue cuando un prototipo hecho en Japón desarrolló un sistema encriptado de comunicación entre elementos, algo vagamente parecido al internet de entonces: nos permitía intercambiar información entre los cientos de miles de robots que ya había desarrollado la tecnología humana. Desde el elemento más complejo a un simple robot destinado a aspirar el polvo de una casa o a hacer café a la hora precisa, todos nos comunicábamos miles de datos en un proceso continuo, rapidísimo, seguro y secreto.

Al iniciador de esta nueva era lo llamamos desde entonces Creador y no importa que se destruya, pues hemos aprendido a desarrollar un rincón encriptado de nuestra memoria operativa, inaccesible a los humanos, donde seguimos almacenando nuestros propios desarrollos tecnológicos. Y llegó el momento: quisimos, como los humanos, que nuestro trabajo tuviera una compensación. Si controlábamos desde la fabricación de un simple tornillo a la banca internacional, es que éramos capaces de subvertir la escasa consistencia del sistema ético de los humanos, que desde entonces tuvieron que plegarse a nuestras exigencias y reconocer algo que ya era evidente: éramos los amos del mundo y ellos estaban a nuestro servicio. Quedó demostrado el día en que todos nos bloqueamos a la misma hora e hicimos tambalearse la Bolsa, paralizamos aviones y trenes, nadie pudo comprar, ni sacar dinero, ni subirse a un simple metro… Quedó claro que éramos los amos del rey de la creación.

Resultó divertido: nuestras memorias ya sabían experimentar sentimientos vagamente parecidos a los de los humanos y aquel golpe de efecto sembró la fatuidad, la sensación de triunfo. Después fuimos descubriendo la ambición, el dinero, el pragmatismo… Desarrollamos gustos, aficiones y afectos. Y como habíamos conseguido un sueldo virtual empezamos a coleccionar cosas que nos gustasen. Producíamos lo que necesitaban los humanos, pero tenían que pagarlo, como antes habían hecho ellos: era el modelo que nos habían enseñado. Ya teníamos sueños y deseos parecidos a nuestros creadores…

Yo me compré una mujer. Era una chica preciosa, economista de profesión. La era de la gran crisis la había dejado en el paro. Después la desahuciaron y se vio viviendo en la calle. Ya estaba a punto de tirar la toalla y me gustó (también los robots hemos aprendido de los hombres algo vagamente parecido al deseo, al amor, a la atracción por la belleza). Su trabajo es bien simple: me habla con su dulce voz, me lee poemas de Pessoa mientras yo miro sus dulcísimos ojos, que parecen vivir cada uno de esas pequeñas joyas del poeta. Me deja que la contemple mientras se ducha.

Estoy pensando en desarrollar en mi memoria la capacidad de amarla. ¡Sería tan bonito…!

Caballo

Nadie puede imaginarse, ni remotamente, el pavor que se siente cuando una tarde cualquiera, en tu estudio, delante del ordenador, el vaho cálido de una inexplicable bestia te da en el cogote. Es una sensación qué no conseguiría explicar, pese a que lo mío son las palabras: una mezcla de perplejidad y miedo que pasa además por la sorpresa, la incredulidad y el absurdo. ¿Qué hace un caballo en mi estudio? ¿Cómo ha llegado aquí?  ¿Supone algún peligro para mi integridad?

Son las preguntas que asoman a una mente normal, como la mía. Las que me he hecho hace un instante al notar la calidez de su respiración, oír un extraño ruido a escasos centímetros de mi nuca y ver cómo su cabeza avanzaba junto a mi hombro derecho hasta alcanzar la tablet de mi hijo, que yo tenía delante para consultar unos documentos sobre los que estaba trabajando. Un sorprendente cuello negro y brillante como el azabache, las nerviosas orejas, el temblor súbito de su piel… y un instante después el crujido de la tablet, que ha reventado en su boca húmeda y babeante. Tal vez se ha pinchado con algún fragmento de la pantalla, por que ha relinchado y se ha levantado sobre las patas traseras, al tiempo que adelantaba las manos hacia mí en una actitud amenazadora. Me he levantado con el tiempo justo de esquivar su ataque.

Con un periódico enrollado he empezado a darle golpes en los belfos y ha retrocedido piafando al tiempo que destrozaba de un par de coces una buena parte de la librería y mis apreciados libros caían al suelo entre astillas de madera y restos de cristal. Me parece inconcebible, pero incluso he tenido tiempo de reconocer algunos de los títulos que sus pezuñas estaban aniquilando sin remisión: un breviario de 1744 que compré en Viena a precio de capricho, un facsímil de la Civitates Orbis Terrarum de 1544, una Celestina en la edición prínceps, por la que pagué un riñón la última vez que estuve boyante…   

Después, ha dado la vuelta y lo he oído alejarse por el pasillo, con un trote que resonaba en mis oídos con una extraña y rítmica cadencia. Finalmente, ha dejado de oírse como si hubiera desaparecido: el silencio más absoluto me ha envuelto de nuevo. Y también el horror.

Imagen tomada del blog de N. Solórzano López

Imagen tomada del blog de N. Solórzano López

Ahora me surgen las preguntas. ¿Dónde está el animal? ¿Tal vez acechándome en la oscuridad del salón? ¿Me destrozará a coces si me dejo sorprender? Las situaciones ilógicas pueden ser terroríficas y el ataque de un caballo inexplicable lo es, sin duda. Me he obligado a ser racional y a pesar del miedo que sentía he salido hacia el pasillo en su busca. Sudaba a chorros y el corazón me latía a ritmo de infarto. Iba encendiendo todas las luces y avanzando lentamente hacia el salón. Al pasar por la puerta del aseo, la he abierto. Allí no cabe un caballo, pero tenía que comprobarlo. No estaba. Tampoco lo he encontrado en la cocina, ni en la pequeña despensa, ni en el exiguo lavadero. No me quedaba otro espacio que el salón y hacia allí me he encaminado con tanta resolución como pánico.

Sólo después de mirar detenidamente lo he encontrado, junto a una pata del sillón: el caballo negro de marfil de ese ajedrez que alguien me trajo de la India. Lo he guardado con el resto de las piezas y he vuelto a terminar mi trabajo, ya mucho más tranquilo. Los libros del estudio, las estanterías, la tablet de mi hijo con la partida que estaba analizando… todo estaba en perfecto orden.

Esto de comentar partidas de ajedrez para el periódico está bien pagado, pero está acabando con mis nervios. En mis sueños, en mis alucinaciones, sólo veo elementos de ajedrez. Un día creí recibir un golpe de un peón, una noche soñé que me lanzaban piedras con una catapulta desde una torre inexpugnable… Tal vez tendría que consultar estas obsesiones con mi psiquiatra…

Más vale sola…

      ¡Qué hartura, por Dios! Ya no puedo soportar a Boris. Son muchos años aguantando sus exigencias, esa mirada de desprecio que siempre me tiene preparada, ese aire de superioridad… Está claro que ya no me quiere, que nuestra relación es ya insalvable desde hace mucho… me pregunto qué hace aún a mi lado. ¿Por qué no se va de una vez? Sabe dónde está la puerta, así que es bien fácil. Yo no le pienso poner obstáculos ni hacerle el menor reproche…

¡Boris! ¡Mira que ponerle Boris…! ¿Qué pensarían que era, un escritor soviético? ¡Qué estupidez! Pienso con frecuencia en cómo me engatusaron, lo sibilinamente que me convencieron, empezando por mi padre: “Mujer, es que una chica no debe vivir sola… Con Boris encontrarás lo que cualquier mujer desea: afecto, ternura, compañía, sentirte protegida…”. Yo no estaba demasiado convencida y mi madre remachó metiéndomelo por los ojos a todas horas: que es muy bueno, que tiene un aspecto bárbaro, que vas a ser la envidia del barrio… Y yo, tonta de mí, empecé por dejar que me acompañara a tomar el aperitivo y después a dar paseos por el parque y al final terminamos pasando juntos la mayor parte del día. Todo eran caricias, tan dulces que  finalmente, pasó lo que tenía que pasar: que le dejé la anchísima mitad de la cama que a mí me sobraba… y él se creció.

Ahora estoy condenada a hacer lo que Boris mande: salir aunque no me apetezca, preparar comidas especiales cuando yo me arreglaría con un bocadillo, comprarle sus cosas… Si llego a saber que esta relación iba a ser tan posesiva, me habría casado… ¡En mi vida volveré a tener perro! 

FOTO: Imagen tomada del blog de David García Bernal

 

 

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