21 noviembre 2024

«LA INMENSA MAYORÍA» por Remedios Sánchez

Las prisas de fama son tan peligrosas para construir serenamente la identidad de quien empieza

Cuando Blas de Otero firmó su poema ‘A la inmensa mayoría’ aquel once de abril del cincuenta y uno lo estaba dirigiendo, tal cual si fuera hoy, a una mayoría de ciudadanos normales, cansados, hastiados de las tomaduras de pelo, de los silencios cómplices, de esa actitud del que se ha rendido y ha dejado levantadas las manos ante la podredumbre de las estructuras de poder. Aquí tenéis, en canto y alma, al hombre/aquel que amó, vivió, murió por dentro/y un buen día bajó a la calle: entonces/ comprendió: y rompió todos su versos”. El bilbaíno no sólo no rompió todos sus versos sino que siguió escribiendo en defensa de la paz y la palabra, de la coherencia y la dignidad, de la necesidad de amparo de los olvidados, de aquellos a los que se les cierra la puerta de la sociedad del consumismo en las narices.

Escribir en defensa del hombre, de la persona, es escribir sobre la necesidad de rehumanización y ponerse enfrente de quien existe exclusivamente en la sociedad del espectáculo (el sintagma es de Debord) narrando cada detalle en sus redes sociales que, en este momento, son las que distinguen para los  más jóvenes el triunfo del fracaso; proteger al ser humano es reivindicar la necesidad de rescatar los valores éticos que nos hemos ido dejando por el camino, implica procurar recuperar la grandeza que supone llevar una vida mediana, “un estilo común y moderado/que no lo note nadie que lo vea”, como aconsejaba Fernández de Andrada en su ‘Epístola moral a Fabio’. Y conste que este artículo no trata de moral sino de ética, de cómo la conducta nos puede llevar a existir o a perecer bajo un cúmulo de fingimientos autoimpuestos, a ser medianamente felices (la felicidad de las cosas pequeñas) o a ser tremendamente desgraciados en la soledad de la casa cuando afuera es de noche y nuestros chavales se piensan a sí mismos. Todo esto depende de si se asume la verdad de cada cual y se dominan las ambiciones insanas que únicamente conducen a la amargura de sentirse frustrados. El daño inmenso que supone reproducir las conductas de los pseudofamosos que se cimentan en las redes sociales, esos mitos que no son ejemplo de nada más allá de que hayan logrado (temporalmente) ganar dinero mostrando su cotidianeidad, los lujos que pagan sus seguidores, hay que buscar cómo contrarrestarlo. Tenemos una generación de gente joven valiosa pero que no es consciente, en muchos casos, de lo que implica habituarse al sacrificio que supone madrugar y formarse para ejercer una profesión (cada cual, la que elija) y tratar luego de ganarse el pan con ella porque no coincide con el modo de proceder de sus ídolos. Esa multitud de celebridades sin mérito son  el retrato de nuestro naufragio como sociedad porque no los hemos hecho conscientes de  lo quebradizo de la suerte; de  que sólo el trabajo, perseverar para alcanzar las metas, puede concederles siquiera una oportunidad. Gidé hablaba del placer del esfuerzo como parte básica del itinerario vital para que, cuando se alcanza el objetivo, seamos capaces de disfrutarlo con armoniosa sencillez. Por eso estas prisas de fama son tan peligrosas para construir serenamente la identidad de quien empieza. Deberíamos explicar a las nuevas generaciones que vivir es algo más normal, más equilibrado. Al menos, para una inmensa mayoría.