Mientras el fin de semana de abril huele a azahar, entre paseo y paseo, hemos sacado un rato para reorganizar la agenda, que es lo mismo que ir adelgazando el futuro conforme se nos va borrando la tinta de los nombres y los números al hilo del paso de las estaciones.

«Se me adelgaza el futuro”, afirmaba Ángel González conforme iba remarcando los nombres de los amigos que se iban marchando, esos que abandonaban este mundo veloces, pero en silencio y a deshoras, sin que se notara demasiado.  En mi caso, tengo la impresión de que muchos de los amigos más verdaderos acabaron por irse cuando más falta hacían, pero las circunstancias mandan, los accidentes o las enfermedades no tienen ni freno ni compasión. Morirse es una mala costumbre que se adelanta cada vez más, rompiendo hermandades, deshaciendo familias en un instante crucial, destruyendo la fe pequeña en lo que implicará ir avanzando a fuerza de sacrificios para pagar la hipoteca, ahorrar lo justo para irse de vacaciones a la playa de todos los veranos quince días, celebrar la vida en un aniversario que supone el reencuentro de quienes antes fuimos inseparables pero que ahora andamos dispersos por media geografía, cada cual siguiendo su destino.

Luego, en vacaciones, hay que regresar a los orígenes y esto implica abrazarse a los recuerdos y luchar con las ausencias, tomar conciencia de esa tristeza que se nos olvida con la rutina cotidiana en otra ciudad, con un paisaje distinto, con personas diferentes. Pero el retorno a los lugares de antaño supone mirar para adentro y reparar con nostalgia en la mesa de la cafetería donde un grupo de adolescentes ocupan ahora nuestras sillas, cargados con las mismas esperanzas que, para nosotros, se han transformado en pajaritas de papel que se llevó el viento del invierno; mirar en la cafetería de la facultad la barra donde servían los desayunos mañaneros para aquellos universitarios de la tercera fila que querían comerse el mundo (aunque el mundo haya intentado derrotarnos a dentelladas recias) inasequibles al desaliento. De lo que fuimos entonces a los adultos en los que nos hemos ido convirtiendo hay un largo trecho de casi tres décadas.

Ahora Rosa, Carmen o Luis son luces que tiemblan en el infinito, habitantes perpetuos de la memoria, juventud malograda por la fatalidad a la que no veremos envejecer en esos reencuentros ocasionales; ni peinar sus primeras canas o quejarse los achaques que irán llegando, inesperadamente, conforme las goteras de la edad sean un vértigo que no frena. Ellos se mantendrán perpetuamente jóvenes, engarzados a nuestra melancolía en las fechas señaladas; en algún caso, prolongados en sus hijos que avanzan hacia la pubertad con sus mismos ojos o una risa idéntica. En otros, ni siquiera eso: únicamente una imagen amarillenta con pantalones vaqueros y una chaqueta rojiza, el retrato sonriente junto a una vespino, el signo de la victoria con las notas de selectividad en la mano. Nos ha pasado como a Gil de Biedma: que hemos comprendido mucho más tarde que la vida iba en serio y hemos desaprovechado oportunidades. Por eso a la gente joven hay que darle alas para cumplir sus sueños, hay que procurar que no los asuste ni el esfuerzo ni el fracaso que es parte de la existencia. Porque vivir, respirar cada mañana, es lo único que verdaderamente importa.

FOTO: © komarexalex / Reddit Las mismas amigas 45 años después

 

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