«El campesino y el poeta. Dos gobernadores de Ilbira» por Antonio Rodríguez Gómez
Sauwar al-Muharibi y Said ibn Yudí fueron los dos gobernadores de Medina Ilbira con más relevancia a lo largo de los casi tres siglos en que la ciudad fue capital de la provincia o cora de Ilbira, entre los años 864 y 1010.
Bajo su gobierno la ciudad de Medina Ilbira disfrutó de práctica independencia.
Muhammad I, el emir cordobés de todos los árabes, decidió trasladar la capital de la cora lejos de Granada. Porque los enfrentamientos de los cristianos y los judíos (que eran mayoritarios) con los invasores musulmanes eran cada vez más frecuentes y encarnizados. Levantaron la nueva capital sobre una aldea llamada Qastiliya, en una colina de tierras volcánicas y estériles, con buenas defensas naturales y que estaría poblada exclusivamente por la guarnición árabe, los funcionarios cortesanos y sus familias.
El 6 de diciembre del año 864 acudió a inaugurar solemnemente la muralla y la gran mezquita, y esta ciudad en adelante se llamó Medina Ilbira.
El primer gobernador de la nueva capital fue Yahya ibn Suqala, que ya había destacado por su crueldad para imponer por todos los medios la nueva religión a sus vecinos, a quienes consideraba unos ciudadanos atrasados y palurdos. Encontró un buen apoyo en Samuel. Este hombre había sido obispo de la diócesis de Granada y su comportamiento escandaloso llegó incluso a conocimiento del Papa, que lo amonestó severamente por su actitud más amistosa con los musulmanes de lo tolerable y acabó destituyéndolo para evitar un cisma (en su denuncia consta que “Era un hombre dominado terriblemente por todos los vicios”). El obispo colgó los hábitos, se rasuró la cabeza, se colocó un turbante y una chilaba y cambió de religión, convirtiéndose en lugarteniente del aguerrido Yahya.
Los dos, al mando del ejército, limpiaban periódicamente la provincia de infieles. Pero en Montejícar encontraron más resistencia de la que el tamaño de la aldea permitía suponer; fueron repelidos y una avalancha de perseguidores enfurecidos arrojó contra ellos una tormenta de flechas, lanzas y piedras.
A duras penas Yahya y Samuel se salvaron y pudieron ocultarse en las montañas próximas, donde fueron dados por muertos. Los dos fugitivos intentaban ganar Medina Ilbira disfrazados de harapientos mendigos, pero fueron descubiertos, sus nombres pregonados y degollados por la multitud. Era la primavera del 887.
El emir de Córdoba nombró sucesor a Sauwar al Muharibi, un soldado hijo de un campesino de Maracena. Duró tres años, que, para Ilbira, fueron como tres siglos por su frenética actividad. Ya era viejo y estaba dominado por una última pasión, vengar a Yahya.
No vaciló en acometer su primera decisión: destruir Montejícar. Le acompañaba su lugarteniente, el noble Said ibn Yudí, más joven y con distinto temperamento. De hecho le atribuían las diez cualidades que, según los musulmanes, debían adornar a un buen caballero: caridad, valor, belleza, fuerza, talento poético, conocimientos ecuestres, cumplimiento de la ley de Dios, destreza en la construcción de armas y habilidad en el lanzamiento de la lanza y del arco. Todas estas cualidades las reunía Said.
Era el más valeroso de todos los caballeros del ejército ilbiritano y también el más cortés y seductor. Es el gran poeta del siglo IX y sus poesías tratan de las dos pasiones que le arrastraban: la guerra y el amor.
Cuando Sauwar llegó con su ejército a Montejícar, se encontró con que la ciudad había recibido ayuda de seis mil mercenarios de Umar ibn Hafsun. Este rebelde se había declarado independiente del emir en Ronda y andaba prestando ayuda a todos los descontentos que lo solicitaban para ganarse adeptos. Pero sus tropas no pudieron contener a Sauwar y, como si hubiera sido derribada por una ola incontenible, la ciudad fue arrasada y los soldados y los civiles fueron pasados a cuchillo. Luego, el gobernador campesino se dirigió sin demora a Granada y continuó asesinando cristianos.
Said ibn Yudí, lleno de júbilo y de veneración hacia su líder, dedicó a estas matanzas un poema:
Apóstatas e incrédulos, que hasta la última hora declaráis falsa la
verdadera religión;
Os hemos matado, porque teníamos que vengar a nuestro Yahya.
Dios lo ha querido!
Hijos de esclavas, habéis imprudentemente irritado a los valientes
que no han olvidado nunca vengar a los suyos.
Acostumbraos a sufrir su furia y a recibir en vuestras espaldas sus
espadas flamígeras.
A la cabeza de sus guerreros, que no sufren insulto, ha marchado
un jeque ilustre.
Su fama excede la de todos los jeques, ha heredado la generosidad
de incomparables abuelos.
Es un león nacido de la más pura sangre de Nizar, es el sostén
de su tribu.
Millares de vosotros hemos matado, pero la muerte de multitud de
esclavos no vale la de un noble.
Sí, han asesinado a nuestro Yahya cuando era su huésped!. Lo han
degollado esos esclavos despreciables! (…)
Los cristianos granadinos volvieron a suplicar la ayuda del sultán Abd Allah Muhammad I, que se encontró ante un difícil dilema. El partido al que no prestara apoyo se echaría en brazos de Umar ibn Hafsun, su enemigo más peligroso. Así que procuró contentar a los dos bandos, árabes e infieles. A Sauwar le exigió que dejara en paz a los infieles a cambio de un mayor poder de intervención sobre la cora; le otorgaba plenos poderes, que en la práctica suponía la plena independencia administrativa y militar. Sauwar no tardó en emplearla y atacó a unas tropas de Hafsun que estaban destacadas en la cuesta de Velillos, con la excusa de que eran una amenaza para la recién estrenada libertad de los ilbiritanos. Es posible que el renegado hubiera contemplado la posibilidad de extender su pequeño reino por la provincia de Granada, cuya población insistía en no claudicar ante los árabes; pero es también posible que sólo fuera una paranoia de un líder fogoso. Lo que hizo fue provocar la ira de Hafsun.
El poderoso general en persona se lanzó velozmente hacia Medina Ilbira a la cabeza de diez mil hombres, antes de que pudiera movilizarse Muhammad. Al invasor se le unieron los numerosos descontentos granadinos y, entre todos, sumaron unas fuerzas de veinte mil hombres sitiando Medina Ilbira.
Sauwar reaccionó audazmente. Sacó de la ciudad lo mejor de su ejército y atacó por sorpresa al ala mejor pertrechada del enemigo, la que estaba situada en lo alto de la sierra. La facción del ejército que estaba en el llano, formada por los granadinos contrarios a Sauwar, al ver cómo era derrotada la división de la colina, pensó que habían acudido refuerzos árabes, y se apresuraron a dispersarse por la vega, hasta donde fueron perseguidos.
La carnicería fue terrible en los alrededores de Medina Ilbira. Según unos, los árabes mataron doce mil; según otros, diecisiete mil. Hafsun pudo huir a tiempo llevando consigo un buen número de prisioneros. Entre ellos iba Said ibn Yudí, que también poetizó esta batalla:
“Los hijos de las blancas habían dicho: Cuando nuestro ejército
vuele, os caerá encima como un huracán, No podréis resistirlo,
temblaréis de miedo, y ni el más fuerte castillo os servirá de asilo.
Pero nosotros hemos ahuyentado a ese ejército como se ahuyentan
las moscas alrededor de la sopa. Es verdad que el huracán ha
sido terrible, la lluvia caía a cántaros, el trueno retumbaba y el
relámpago surcaba las nubes; pero no era sobre nosotros, sino
sobre vosotros, sobre los que caía la tormenta. Vuestros batallones
caían ante nuestras afiladas espadas, como caen las espigas bajo
la hoz del segador (…) Y el gran Sauwar blandía aquel día una
ardiente espada, con la que cortaba cabezas con hoja de buen
temple. Dios se servía de su brazo para matar a los sectarios de
la falsa religión.
Cuando llegó el momento fatal para los hijos de las blancas,
nuestro jeque estaba a la cabeza de fieros guerreros, cuya firmeza
es la de una montaña, y cuyo número es tan grande que la tierra
parecía estrecha para ellos.
Todos estos valientes corrían a rienda suelta, mientras que
relinchaban sus corceles.
Vosotros declarasteis la guerra y la guerra ha sido funesta para
vosotros y os ha hecho desaparecer repentinamente.
Sobre las desventuras de la prisión escribió un gallardo
poema de aliento a sus correligionarios que empieza:
“Valor, esperanza, amigos míos! Estad seguros de que a la
tristeza sucederá la alegría ,
y que cambiándose en dicha la desgracia, vosotros saldréis de aquí.
Otros antes que vosotros han pasado años en este calabozo y ahora
corren por los campos a pleno dí!
Acaso a mí me hagan perecer aquí y después me enterrarán,
Un bravo como yo desea mejor haber caído con gloria en el campo
de batalla y servir de pasto a los buitres!
Sauwar fue asesinado y despedazado alevosamente en el 890 y Hafsun firmó una tregua con su prisionero, al que liberó para que se hiciera cargo del gobierno de Ilbira, que Said detentó durante siete años. Durante ellos se mostró lo contrario de su antecesor, y fue un visir conciliador, tolerante y pacífico, aunque tuvo que intervenir en una acción bélica desafortunada en Pechina, cerca de Almería. Engrandeció la ciudad y favoreció la escuela de la mezquita invitando a intelectuales y poetas de todo el país, como el sabio Muhammad ibn Futays al-Ilbirí, y consiguió mantener los privilegios y libertades que Muhammad I concedió a Sauwar (en un poema desafiante desprecia al emir de Córdoba:
“Decidle a Abd Allah que huya. Ya apareció el rebelde en el valle de los
cañaverales. Dejad nuestro reino, hijos de Marwan. Porque el
reino es de los hijos de los árabes. Acercad mi corcel enjaezado de
oro y ensillado, porque nuestra estrella triunfará”.
Said también compuso en la cárcel poemas desesperados sobre la añoranza de la mujer a la que amaba, la bellísima Djehane. A la felicidad de los momentos pasados con Djehane le dedica este poema:
“Cuando entre alegres amigos los vasos circulan llenos,
Y miran las muchachas amorosas a los mancebos,
El mayor bien de la tierra es ceñir su talle esbelto,
Con nuestra amada reñir, para hacer las paces luego.
Por la senda del deleite, como caballo sin freno,
Me arrojo, salvando montes, hasta alcanzar mi deseo.
Nunca temblaré en las batallas, la voz de la muerte oyendo,
Pero a la voz del amor, todo me turbo y conmuevo.
La poesía amorosa de Said es frecuentemente erótica, por eso, los copistas árabes antiguos dejan bajo su firma la anotación piadosa, Dios le perdone.
En cuanto a Djehane, Said no pudo disfrutar de su amor, porque cuando regresó de su cautiverio, ella se había casado con otro hombre. Buscó por todas partes una mujer parecida a Djehane hasta que encontró a una esclava hermosísima a la que puso el nombre de su amada, aunque no consiguió olvidarla en su breve existencia, como se trasluce en un ansioso poema, cuyo final recuerda a Bécquer:
“Oh Djehane, objeto de todos mis anhelos: sé buena y compasiva
para esa alma que me ha abandonado para volar a ti!
Yo invoco tu nombre querido con los ojos bañados en lágrimas,
con la devoción y el fervor del monje que invoca el nombre de un
santo, arrodillado ante su imagen!.
Según otros, en realidad nunca conoció realmente a Djehane, sino que, paseando por Córdoba, oyó su voz y vio fugazmente su mano a través del visillo de una ventana, lo que le bastó para enamorse de ella, pero era una extranjera y no le fue posible averiguar su paradero
(El dulce canto que he escuchado me ha dejado una tristeza que
me consume lentamente. A Djehane, de la que guardaré eterno
recuerdo, le he dado mi corazón, aunque nunca nos hemos visto),
por lo que buscó denodadamente una esclava con aquella voz y con la belleza que él le atribuía, en lo que coinciden ambas versiones. Said murió joven, en diciembre del 897, en una emboscada que le tendió el marido resentido de una amante judía, en Noalejo. Le sucedió en el gobierno de Ilbira Muhammad ibn Adha, y la ciudad perdió su independencia.