La receta de una protesta eficaz
Los datos apuntan a que sacar a la gente a la calle es lo fundamental, pero no es lo único
Vivimos una edad de oro de las manifestaciones. Aunque en España las tenemos asociadas últimamente a las protestas contra la dictadura oprobiosa de Pedro Sánchez, las que más han proliferado por medio mundo en los últimos meses son de una naturaleza muy distinta, casi contraria: las sentadas universitarias en repulsa de la guerra de Benjamin Netanyahu, que empezaron en los campus norteamericanos, contra todo pronóstico. Hasta hace dos días eran una preocupación seria para las expectativas electorales del Partido Demócrata, aunque la pericia discursiva de su candidato, el presidente Joe Biden, las ha desalojado de la primera fila de su desasosiego desde el debate del jueves con el aspirante republicano, Donald Trump.
Pero el caso es que no todas las protestas tienen algún efecto. La dictadura oprobiosa de Pedro Sánchez sigue en Moncloa, por poner un ejemplo tonto, y las bombas de Netanyahu siguen cayendo sobre la población civil. ¿Qué debe tener una protesta para resultar efectiva? La pregunta es susceptible de investigación, y tenemos algunos resultados. Por supuesto, las manifestaciones multitudinarias son más eficaces que las escasas de personal, y para llegar a esto no hacía falta ningún estudio sociológico. Pero hay otras cuestiones más interesantes y menos predecibles que se derivan de los datos.
La primera es que las protestas violentas, con mucho aparato eléctrico y quema de contenedores y pedradas a la policía, son menos eficaces que las pacíficas. A menos, desde luego, que los agentes respondan con una represión injustificada —desproporcionada, en la jerga— y una ensalada de porrazos y balas de goma que pongan a la opinión pública a favor de los manifestantes, por muchas pedradas que tiren. Total, si el Gobierno es igual de bestia, pues simpatizaremos con la parte que recibe más tortas.
Los estudios han examinado el creciente número de protestas durante las últimas dos décadas y en más de cien países. Pese a que este año los agricultores y ganaderos han atascado las autovías de tractores y demandas sectoriales en España, Alemania, Bélgica, India y muchos otros lugares, lo cierto es que las manifestaciones de este tipo, convocadas por cuestiones económicas, empezaron a decaer en 2015 para ir cambiando de naturaleza y centrarse más en los derechos civiles, las deficiencias de la representación política, asuntos de desigualdad y cambio climático. En conjunto, las protestas se han triplicado entre 2006 y 2020.
Los asuntos de justicia global nunca han sido la estrella del portafolio, e incluso van de capa caída desde 2013. La cooperación con el mundo en desarrollo no puede esperar gran cosa de las protestas en la calle, a juzgar por los datos. Las cámaras de eco de las redes sociales, donde solo oyes tu propia voz repetida hasta la náusea, no parecen ser la mejor guía para orientarse por un planeta complejo y dificultoso, pero eso es solo una interpretación mía. El problema no es la tecnología —Internet es la mayor herramienta de educación y difusión del conocimiento que ha conocido el mundo—, sino el uso miope que hacemos de ella.
Los datos indican que las protestas influyen en la cobertura que la prensa da al asunto de fondo, y a través de ahí influyen a veces en las decisiones políticas. Las manifestaciones del movimiento Black Lives Matter en 2020 afectaron al voto de los electores, aunque no siempre de la manera que la intuición sugiere. Los efectos que puedan tener a más largo plazo son muy difíciles de documentar.
Los estudiosos del fenómeno hablan de la “regla del 3,5%”, que es el porcentaje de la población que debe manifestarse para que la protesta tenga efecto. En España, eso serían 1,7 millones de personas. Pese a lo que siempre dicen los organizadores de cualquier protesta, eso es un bonito montón de gente para poner en la calle.