23 noviembre 2024

O no, cualquiera sabe, porque a estas alturas del culebrón prevacacional no hay en España un analista de la cosa política capaz de entender qué le pasa por la cabeza a los mandamases de Vox más allá de interpretar que lo suyo es el suicidio de la ultraderecha hispana carpetovetónica.

Si hasta ahora todo habían sido pérdidas directas/indirectas para el PP de Núñez Feijóo (desde la oposición todo lo que no sea ganancia se convierte rápidamente en un fracaso), esta decisión de los extremistas viene a darles un respiro, a liberarlos del olor a ranciedumbre, a alcanfor y a naftalina. ¿Qué se hizo de aquel lema franquista de siente un pobre a su mesa? Las huestes que, aun renegando, todavía siguen fieles a Santiago Abascal no sólo no quieren compartir mesa; tampoco país con esos emigrantes que ellos han convertido en enemigos dentro de esa reducción que llaman patria y que vaya usted a saber qué es, porque deja fuera a la mayoría de los españolitos, cansados y cabreados con tantos reaccionarios que no nos han conducido nunca a nada bueno. Experiencia ya tenemos en lo que va de 1936 a hoy, a pesar de que a veces parezca que se nos ha olvidado.

Vox se ha incorporado al discurso de Alvisse Pérez, que es como decir que van a disolverse en la irrelevancia en beneficio de la realidad social contemporánea. Y esa realidad, que ya avisaba Jorge Guillén que es santa, implica que necesitamos gente joven con ganas de trabajar para sostener el modelo europeo tal y como lo conocemos, empezando por el sector servicios y acabando por las pensiones que alguien tendrá que costear. A los de Vox les falta sentido común y les sobra testosterona, esto es sobradamente conocido; lo han demostrado siempre, pero con la inmigración, que es el asunto que oficialmente ha dado la puntilla a los acuerdos autonómicos, han dejado clara su ausencia de sensatez cuando hicieron la peregrina propuesta de enviar a la Armada para impedir la entrada de cayucos, con esos subsaharianos que ellos criminalizan a bulto.

Ha faltado el canto de un duro para que se unieran los más radicales del PP como Ayuso, pero al final ha imperado la coherencia de plantearse quién sostendrá un sistema con la natalidad en caída libre y con demasiadas profesiones que nadie quiere ejercer.

Aunque sólo sea por las cosas del parné, de la lógica económica, han regresado velozmente al redil de lo razonable que debe conducir a esa necesaria nueva ley sobre inmigración. Lo cual que Abascal se echa de nuevo al monte y deja las manos libres en los cinco gobiernos regionales a la derecha reconocible para la ciudadanía con la que, históricamente, la izquierda equilibrada ha sido capaz de llegar a aquello que se llamaban pactos de Estado.

Ahora el PP tiene una ocasión histórica para demostrar que nunca dejaron de ser un partido serio, que son conscientes de que Meloni, Orban o figuras asimiladas no comprenden, ancladas en su populismo xenófobo, las necesidades de un continente envejecido que, al margen del compromiso con la solidaridad de cualquier persona decente, necesita mano de obra y una estrategia de futuro.  Y Vox no tuvo nunca planes reales para España; sólo ambiciones personales y ganas de disfrutar de una fiesta sin control que les hemos estado pagando entre todos.