18 octubre 2024

No existen, por eso no se debe nombrarlos.

Los pobres no existen para demasiada gente, son sólo un silencio que duerme en los portales por las noches, un problema irresoluble que habita en los cajeros cuando el frío, que observa inmóvil cómo cae la tarde desde las plazuelas, o que se mueven despaciosos entre el tráfico todo el año. Tampoco conviene mirarlos a la cara; vayamos a que resulte contagiosa la pálida sombra de agua de sus ojos, ese reflejo afilado de soledad, de angustia que trasciende cualquier razonamiento porque no se puede expresar lo que es encontrarse, de pronto, sin nada. Y lo que es más terrible: sin nadie. Porque los pobres sin hogar también acaban por quedarse solos, sin familia, al margen de la sociedad que los niega como miembros, acompañados sólo por una tristeza tan grande como un mar.

Será por eso por lo que terminan ahogados, arrastrados a una muerte segura y previsible. Se les reprocha que beban, nos quejamos de que tengan trastornos mentales, de que no estén vestidos de domingo para dar lustre al rinconcillo que ocupan con su perrillo y sus cuatro recuerdos salvados del naufragio; o que tampoco te den los buenos días o las gracias cuando se les lanza al cestillo una moneda, a ver si de esa manera calmamos nuestra conciencia o desaparecen para largarse a otro sitio. Lo que sea más rápido, porque lo que está claro es que no hacen juego con las fachadas de la Plaza Mayor de Madrid, con las farolas de la calle Pelayo de Barcelona o con la Giralda sevillana.

Da igual la ciudad, aquí la cuestión es que no dan la imagen de la España que interesa: la que vende triunfos futbolísticos o el éxito garantizado a quien se esfuerce. Pero sucede que, a veces, el destino nos reserva sobresaltos ocultos que aparecen cuando menos se imagina. Un despido, el sueldo que no llega para pagar una hipoteca, el fracaso familiar, la quiebra del negocio, una enfermedad… y todo cambia; se desvanece el decorado de cartón piedra que revelan las redes sociales dejándonos desnudos. Entonces no queda nada salvo sobrevivir al raso, mientras las instituciones no tienen claro cómo afrontar su desventura que es la constatación de nuestro fracaso como país del primer mundo.

Yo no sé cómo, pero nos vamos embruteciendo por instantes. Seguramente es porque nos asusta lo que no comprendemos, lo que somos incapaces de nombrar con las palabras que conforman nuestro vocabulario cotidiano de clase media. Nos dan miedo los indigentes porque tememos que su infortunio nos alcance; hasta ese grado llega nuestra miseria colectiva que, en muchos casos, es inconsciente pero que, en otros, evidencia una clara dejación de funciones públicas, la crueldad del sistema.

Esta semana, el Defensor del Pueblo ha preguntado qué sucede con los pacientes ‘sintecho’ cuando reciben el alta hospitalaria, cómo se coordinan con los centros de acogida. Imagino que Gabilondo ha hecho una pregunta retórica para llamar la atención sobre su desamparo, sobre la aterradora incapacidad para lograr un pacto entre administraciones y comunidades autónomas. Si únicamente hubiera querido enterarse, le habría bastado con leer la prensa para comprender nuestro grado de progresiva deshumanización, esta brutalidad que implica consentir que una persona pueda morir arrinconada en cualquier acera. Como un mueble viejos que se deja olvidado el camión de la basura.  

 

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