15 noviembre 2024

Cuando éramos niños con las manos cargadas de inocencia, siempre pedíamos a los padres que dejasen un ratito la luz encendida para ahuyentar al miedo y a los monstruos, para que pasasen de largo por nuestra habitación párvula incendiada de sueños.

Ahora que hemos crecido seguimos buscando un refugio seguro, el lugar donde la claridad nos proteja de la oscuridad de la tristeza, del desencanto de los silencios o de la locuacidad excesiva que a veces se confunden y son un vacío inabarcable, un espacio que hay que intentar llenar de sensatez.  Hay que buscar estrategias para protegerse de la dureza implacable del reloj detenido en el instante preciso en que se deshace el misterio de la infancia, del frío que supone ser adultos obligados a tomar decisiones que marcarán el porvenir desde nuestros mundos pequeños, desde nuestras incomprensiones grandes.

Se abren las mañanas de lunes como se abre una puerta en la que se espera que aparezcan instantes habitables en la casa, en el trabajo de cada día, en los escasos ratos de ocio. Y no siempre pasa, porque vivir se ha convertido en una tarea con momentos complicados para el que no tenemos manual de instrucciones; sólo sabemos que, de pronto, los mayores ya no están cerca agarrándonos la mano firmemente y guiando los pasos, que nos hemos quedado en primera línea para tomar decisiones, aislados frente a un mar de grisura infinita, el espejo irrefutable de un cielo que presagia tormentas. Es entonces cuando buscamos faros, zonas de lúcidos resplandores que nos ayuden a comprender lo que sucede, que nos discutan o que reafirmen nuestras decisiones en un diálogo que trasciende lo que se dice. Porque las palabras ordenadas en mensajes más o menos coherentes, la voluntad de explicarse sin artificios en tiempos de vacuidad indolente, ayudan a que vayamos conformando cómo somos; o curan los bordes de la herida, o ayudan a soportar esa mochila de vivencias envueltas en colores diversos.

Esa, tal vez, es la función de la escritura en prensa: ser como píldoras cotidianas de aliento, un compuesto vitamínico que ayuda a pensar desde la coincidencia/divergencia, a recordar lo que nos gusta y lo que nos duele, a vivir en todas sus dimensiones.

El columnista, un señor o una señora que ha hecho del lenguaje una herramienta de consuelo, incluso para sí mismo, se convierte entonces en un cómplice; un modo de estar en el mundo tan bueno como el del barrendero que limpia cada día la puerta de mi casa, de la médica que nos socorre frente a las enfermedades, del bombero que nos salva del horror del fuego. Esto es: que, para quien quiera ejercerla con eficacia, es una profesión que requiere sosiego, capacidad para mirar el mundo limpiamente, voluntad de ser útil y pasión por defender aquello en lo que se cree, aunque tenga consecuencias poco gratas. La escritura no sólo defiende el lenguaje; reivindica una manera de interpretar la vida refrendada por los lectores que abren el periódico y buscan un rostro amigo en la distancia, no porque les vaya a descubrir los arcanos secretos del universo, sino porque traza las dudas colectivas.

Requiere también descanso, un respiro de paz y silencio que me tomo este agosto para regresar con más fuerza en septiembre. Pero, como conviene no olvidarse del futuro, también yo dejaré mi luz encendida.