22 noviembre 2024

“Oye, hijo mío, el silencio. /Es un silencio ondulado, /un silencio, /donde resbalan valles y ecos/y que inclina las frentes/hacia el suelo”.

Estos versos de Federico tan rotundos, tan certeros en su pulcritud estilística vienen a retratar perfectamente la realidad a la que el régimen talibán afgano ha condenado a las mujeres. Al silencio, como si fueran una sombra, seres inferiores, una realidad menor y cuestionable que ellos, obcecados, se niegan a aceptar. Y es así como el ignominioso ministerio de la Virtud y el Vicio (nominado exactamente así, en este siglo XXI en el que no todos vivimos) suma ahora, al horror de tener que ocultar sus rostros detrás de velos integrales y burkas, esta nueva prohibición de hablar en voz alta en los espacios públicos. Ya ni se contempla que puedan cantar, recitar, dirigirse a un público o cualquier actividad normal para el mundo evolucionado, porque el lugar de la mitad de la población (o más) en los espacios sociales ha quedado reducida a la nada.

La razón esgrimida ante las organizaciones como la ONU por estos policías de la moral absurda es que la voz femenina es una parte íntima, como si esas ideas antañonas y perversas, dignas del paleolítico inferior, respondieran a alguna lógica que trascienda su enajenación perpetua.

Lejos queda ya el interés de Estados Unidos y de aquella coalición multinacional por un país que, geoestratégicamente, fue clave para confrontar con Rusia y por eso convenía controlarlo. Como los intereses ahora se centran en otros espacios (léase Ucrania, por ejemplo) se ha asumido internacionalmente la legitimidad de un emirato islámico que segrega, encarcela y asesina, que considera pecaminosa cualquier actitud que implique igualdad o progreso. Se acepta que se extinga la libertad como consigna, este crimen de lesa humanidad, el miedo permanente de ojos velados convertido en eterna tragedia humanitaria.

Dan igual los derechos humanos porque los países hipotéticamente civilizados condenan con la boca pequeña este apartheid de género que los señores de la guerra perpetran impunemente. No hay más, no se toman medidas rotundas para los radicales que están hurtando los derechos ciudadanos, devolviendo al Medioevo a ciudades como Kabul o Herat, a los pueblos que desfilan en la cordillera de Hindú Kush, rodeando la pobreza infinita de las gentes abandonadas de Dios y de las promesas de las naciones poderosas.

Nadie les ayuda, pocos escuchan su clamor de humillados -y especialmente de humilladas- por la brutalidad de sátrapas que han determinado lo que es aceptable y lo que no para controlarlas mejor, para dominar hasta el último rincón de la geografía callada del espanto. En Afganistán están luchando para que no acabe por escucharse únicamente el rezo de los mulás o las órdenes de quienes se apoyan en la lógica de los kalashnikov en este conflicto fratricida que los ha dejado sin fuerzas y sin pan. A ellos, que son hijos de una nación crecida al calor de las rutas comerciales y del encuentro de culturas, nada les queda salvo su identidad. Sólo tendrán una oportunidad si ese silencio impuesto nos duele de verdad y les damos las palabras que les roban, si desde Occidente se presiona.

Porque allí, en mitad de las montañas e inasequible al desaliento y al terror, seguramente todavía alguna mujer valerosa canta bajito al caer la tarde como quien sostiene una bandera de esperanza.