13 octubre 2024

Al fin el viejo olmo se ha secado. Durante años ha soportado todas las pruebas a las que el tiempo le ha ido retando; hoy, por fin, la última hoja seca que pendía de una de sus ramas ha descendido hasta sus viajas raíces.

Durante varios días he ido observando su agonía, su querer resistirse a morir; a partir de mañana sólo observaré el agua mugrienta que, estancada en su alcorque, pudre los escasos restos de vida que, más allá de la tierra, el viejo olmo puede tener. No sé si él se lleva algo mío, sus ojos no sé si alguna vez me contemplaron, su vida y la mía nunca han coincidido más que en el espacio geográfico en el que juntos nos hemos mantenido.

Quizás alguna vez me apoyé en su tronco, arranqué alguna de sus hojas o llegué a pisar la tierra que durante tanto tiempo le ha alimentado pero él, nunca me hizo ningún reproche, no sintió como agradable o molesta mi presencia; su sombra siempre hacía grato el camino que solía recorrer, sin embargo, nunca agradecí el frescor de sus hojas ni admiré su brillante verdor siempre fue uno de los grandes ignorados en mi vida.

¡Cuánto lo he lamentado, viendo día a día su fin! He lamentado no saber pararme junto a él, acariciarle, mirarle. Todo hubiera sido preferible a la pasividad con la que, dejé de admirar la belleza y armonía de sus formas.

El viejo olmo nunca estuvo solo, escasos metros lo separaban de otros árboles, juntos configuraban un espacio de irregulares proporciones y extraña belleza. Un descuidado jardín ponía fin al Paseo y más allá de él, sólo parecía unirnos al mundo el viejo tranvía amarillo.

Conforme se avanza en dirección Oeste, el Paseo iba elevándose, creando un desnivel de varios metros con respecto a la carretera, desde la cual sólo se veía la copa redondeada del olmo entre los vanos de la vieja barandilla de piedra.

Desde el mes de marzo las pequeñas hojas del olmo iban tomando forma y enlazándose unas con otras como si entre ellas intentaran abrazarse y conforme avanzaba la primavera, sus ramas crecían y acariciaban el tronco de sus vecinos más bellos y más alegres que él. Aunque sus troncos estaban aún firmes y sus ramas desafiantes y libres, un día los árboles del Paseo dejaron de existir. El olmo extendió sus brazos pero no encontró a nadie; creo que esa fue la primera vez que me fijé en él, alargándose desesperadamente, buscando compartir su rugosa piel y al fin, dejándose caer, deforme, amarillento, demasiado triste como para poder soportar aquella primavera.

Apoyada en la baranda de piedra le observé, deseaba que pudiera levantar sus ramas hacia mí, que comprendiese que en el de sus días alguien vigilaba su lenta agonía.

Cuando al fin hoy ha caído su última hoja, entre las frágiles cortezas de su tronco, he deseado ver los felices ojos del olmo.

Artículo editado por Corporación de Medios de Andalucía y el Ayuntamiento de Atarfe, coordinado por José Enrique Granados y tiene por nombre «Atarfe en el papel»

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