22 octubre 2024

En este país las discrepancias ideológicas no se arreglan en el Congreso de los Diputados o en el Senado. Se arreglan en un tribunal, que se ha convertido en un espacio acogedor/recogedor de las cuitas de los partidos para rellenar las portadas de los periódicos, los telediarios y las tertulias televisivas con un magistrado que se convierte en estrella mediática a poco que se descuide.

Y, naturalmente, no me refiero al juez Peinado, que -presuntamente- está disfrutando del calor de los focos sobre su persona más que una folclórica en el centro de un escenario con miles de fans gritando su nombre. No le falta más que la orquesta de fondo y un piano para apoyarse, así, como por casualidad. Aquí hemos pasado de los culebrones colombianos de amores/desamores a integrar en el vocabulario común palabras como “querella”, “prevaricación” o “imputado”.  

Es decir, que estamos asistiendo a un intento de politización del poder judicial, que supone convertir a los señores con toga en interventores que dirimen el desencuentro ideológico con más o menos habilidad o fortuna interpretativa. Conste que digo intento de politización de la judicatura, no judicialización de la política, que no son en absoluto la misma cosa. En lo único que coinciden es en la gravedad que tienen ambas, mayormente cuando los juzgados están saturados de trabajo y no tienen medios ni tiempo que perder para atender cuestiones que debieran discutirse con argumentos en las Sesiones de Control al Gobierno cada miércoles. Esta actitud de patio de colegio es el rasgo que identifica mejor a esta nueva generación de políticos que presentan una querella con la misma rapidez que sueltan unas declaraciones poniendo de vuelta y media a los jueces. Ésos cuyas decisiones, hasta no hace demasiado tiempo, nunca se comentaban por aquello del respeto  a la necesaria separación de poderes y a los procedimientos de las diferentes magistraturas, que ya tienen tarea más que suficiente con tantos casos de posible corrupción (el caso Koldo, en plena efervescencia, pero sin olvidarnos de la gravedad de Gürtel, Kitchen o Tito Berni, entre una multitud de ejemplos posibles), por hacer un repaso genérico del espectro político y que evidencian que José María El Tempranillo, El barquero de Cantillana o los siete niños de Écija eran unos aficionados del trinque en comparación con estos prendas pisaverde.

Pero la gravedad del asunto no está en que haya corruptos en todos los partidos; eso es algo asumido que exige un mayor control y una voluntad de expulsar a los vividores y a los cantamañanas de la cosa pública. Aquí el problema mayor que se nos plantea ahora es que la derecha y la izquierda en lo único que están de acuerdo es en que sus disputas hay que explotarlas legal y mediáticamente en las Salas de Plaza de Castilla y eso supone el empleo de la justicia, ésa que se toman a cachondeo, para fines espurios. Abusar de los cauces legales en este contexto de permanente confrontación sólo demuestra la incapacidad manifiesta de quienes nos gobiernan y también de la oposición para razonar seriamente, para consensuar y aportar argumentos que delimiten sus idearios, su modo de entender la realidad. Y, en medio, nosotros, abrazados a la esperanza fugaz de que amaine la tormenta y en que sus señorías se centren de una vez en resolver los verdaderos problemas de España.