«Si para corregir necesitas humillar; no sabes enseñar» por Mariano Poyatos
Nota. Dedicado a María del Pilar, profesora de Atarfe, que supo transmitir los valores más humanos que han florecido en las diferentes generaciones de atarfeños.
Ella vivía en la calle Gozalvez, calle de maestros, de música y de estancos con hornos, capaces de calentar las espaldas de un niño travieso en pleno mes de diciembre. Ella nació donde termina la calle Nueva, bautizada con Ramón y Cajal, al final se dividía en dos calles, una la de las Heras o la de Avenida de Caparacena, y la otra se iniciaba con una cruz, llamada la de la Última despedida. De allí se despidió lo mejor de ese pueblo: chavales que se jugaban la vida en una moto por alcanzar un pueblo vecino, hombres que al subir con sus palas mecánicas alguna cantera, la vida se les volcaba y otros que se dejaban la salud en las fábricas que soltaban humo de diferentes colores. Al lado de la cruz, la tienda de Rafalita, ayudada siempre por María Elena, joven discreta que sabía dar su sitio a toda la clientela. Mientras, en la casa antigua de María del Pilar su madre seguía regando las macetas con agua Del Pozo, en el patio empedrado, una joven maestra, enseñaba los quebrados en una caja de aritmética a un niño conocedor del sistema braille.
De una lista entrañable.
Un anciano conoce a un joven quien le pregunta:
-¿Se acuerda de mí?-.
Y el anciano le dice que NO.
Entonces el joven le dice que fue su alumno.
Y el profesor le pregunta:
-¿Qué estás haciendo, a qué te dedicas?-.
El joven le contesta: «Bueno, me convertí en Profesor”.
-Ah, que bueno ¿como YO? (le dijo el anciano).
-Pues, sí. De hecho, me convertí en Profesor porque usted me inspiró a ser como usted.
El anciano, curioso, le pregunta al joven qué momento fue el que lo inspiró a ser Profesor.
Y el joven le cuenta la siguiente historia:
“Un día, un amigo mío, también estudiante, llegó con un hermoso reloj, nuevo, y decidí que lo quería para mí y lo robé, lo saqué de su bolsillo. Poco después, mi amigo notó el robo y de inmediato se quejó a nuestro Profesor, que era usted. Entonces, usted se dirigió a la clase:
-El reloj de su compañero ha sido robado durante la clase de hoy. El que lo robó, por favor que lo devuelva…
No lo devolví porque no quería hacerlo.
Luego usted cerró la puerta y nos dijo a todos que nos pusiéramos de pie y que iría uno por uno para buscar en nuestros bolsillos hasta encontrar el reloj.
Pero, nos dijo que cerráramos los ojos, porque lo buscaría solamente si todos teníamos los ojos cerrados.
Así lo hicimos, y usted fue de bolsillo en bolsillo, y cuando llegó al mío encontró el reloj y lo tomó.
Usted continuó buscando los bolsillos de todos, y cuando terminó, dijo:
-Abran los ojos. Ya tenemos el reloj-.
Usted no me dijo nada, y nunca mencionó el episodio.
Tampoco dijo nunca quién fue el que había robado”.
-Ese día, usted salvó mi dignidad para siempre. Fue el día más vergonzoso de mi vida. Pero también fue el día que mi dignidad se salvó de no convertirme en ladrón, mala persona, etc. Usted nunca me dijo nada, y aunque no me regañó ni me llamó la atención para darme una lección moral, yo recibí el mensaje claramente.
Y gracias a usted entendí que esto es lo que debe hacer un verdadero educador.
¿Se acuerda de ese episodio, Profesor?-.
Y el Profesor responde: «Yo recuerdo la situación, el reloj robado, que busqué en todos, pero no te recordaba, porque yo también cerré los ojos mientras buscaba…»
Esto es la esencia de la docencia. Si para corregir necesitas humillar; no sabes enseñar.