14 noviembre 2024

Amalia ha llegado al mundo con las mañanas frescas del otoño, con los ojos bien abiertos, con su cara oliendo a primavera, a futuro feraz de tierra nueva.

Porque Amalia, apenas nacida, deja entrever en su rostro la templanza que se irá acrecentando día a día, una luz que se encenderá cuando alborote, una paz armónica mientras sueña encerrando debajo de sus párpados un universo de posibilidades infinitas. Seguro que quienes están a su alrededor comprenden que hay que ayudarla a ser una niña plena de sol que no tema a las tormentas, que pise los charcos de las lluvias primeras, que ame el color verde de los prados o el azul inmenso del mar cuando lo sobrevuelan las gaviotas.

En un mundo gris, donde demasiadas cosas se confabulan para sumergirnos en la tristeza, Amalia es el acierto del destino en un cuerpecito frágil que hay que abrazar delicadamente, un porvenir que no debe tener miedo, aunque no todo lo que venga vaya a ser bueno. Sin prisas, poco a poco, aprenderá que la vida se afronta en cada paso, en cada decisión, aunque sea equivocada y signifique más esfuerzo; sus padres le enseñarán con serena paciencia a distinguir las estrellas más brillantes, el significado de la palabra amor, cómo se diferencia el bien del mal, el resplandor de la risa frente al trueno del llanto. Pero es que Amalia ya llega con una alegría sosegada preludio de las siestas que acompañarán las nanas cantadas por sus abuelas. Parece mentira: acaba de nacer y ya es un fanal que ilumina todo lo que la rodea. Un presente que convoca a la vida y le da un sentido pleno.

Pero ella no lo piensa siquiera porque ahora debe crecer con la lentitud que requiere todo lo esencial y descubrir el agua fresca de las fuentes, la caricia de un perro que acompañará sus pasos, el canto del ruiseñor en la enramada, esa nieve perpetua de la sierra o el olor a leña que arde en la chimenea y que nos protege del frío. En la escuela le contarán para qué sirven los adjetivos, el valor de los números, la geografía cercana y lejana, los ciclos de la naturaleza y todas estas cosas que son necesarias para atisbar, siquiera, algo de la realidad que nos circunda. Leerá cuentos, entonará cancioncillas mientras salta -tal vez ignorando que antes las cantó su madre- y jugará al balón lo mismo que su padre. 

Más tarde aprenderá el valor de la amistad, lo grandioso del amor -sin prisas, todo a su tiempo-, lo que implican los silencios dolorosos o la emoción de las conversaciones profundas en instantes irrepetibles, el significado último de la libertad; lentamente acabará por descubrir nuestro secreto y comprenderá que ser adulto implica vivir cargado de incertidumbres, que la clave -y nosotros no acabamos de entenderlo bien nunca- está en caer y levantarse después, en continuar esta vereda dignamente, aunque las heridas duelan; conocerá tal vez la soledad, pero sabrá conjurarla porque será alegre y mirará más lejos, allí donde la aguardan quienes aprecian su talento, sus inmensas cualidades.

Amalia, ternura perseverante, aunque no lo sepa todavía, acaba de abrir las puertas de un hogar al futuro, a una esperanza que palpita porque lleva su nombre bordado en el pecho.

FOTO: https://enfamilia.aeped.es/edades-etapas/cosas-normales-en-recien-nacidos