«SONATA TRISTE PARA ADJETIVOS CANSADOS» por Remedios Sánchez
Andan los adjetivos fatigados este otoño. Ellos, que dan la dimensión exacta del sonido, los matices del color, la intensidad de los olores o las impresiones de los sabores y del tacto, se van quedando atrás, guardados en el cajón de lo que no se usa, de lo que no se nombra porque se desconoce. Sólo los niños, como escribió la poeta Mariluz Escribano, sueñan con adjetivos.
Cuando habitamos el territorio de la infancia el adjetivo tiene una música alegre, cargada de inocencia minuciosa, de ternura grácil, de autenticidad que arbitra de la función del sustantivo, la acción del verbo, que lo aproxima y lo hace cómplice del secreto hondo de vivir. Es el único que sabe abarcar y definir las fronteras entre unas emociones y otras, quien comprende los límites de cada realidad cercana o lejana, de aquello que hemos leído en los libros.
Los adjetivos son el aliento de la imaginación que construye el mundo en su minuciosidad primera. La pena es que luego, conforme crecemos, vamos perdiendo esa necesidad perentoria de explicar con escrupuloso detalle la realidad que nos afecta, esa que se queda anclada en el mar de la niñez, varada como un barco que encalla en las arenas de la precipitación y acaba por quedarse atrapado para siempre, asido sin remedio al fondo, sin solución de continuidad. Así van creciendo los silencios hasta alcanzar nuestra estatura mientras pensamos erradamente que una mirada, un gesto, acaso, puede decir tanto como las palabras. Pero no.
Nos equivocamos en esto porque, en nuestra torpeza de adultos que creemos saberlo todo, hemos traspapelado la curiosidad de la inocencia. Se nos ha olvidado que, lo que no calificamos por pereza o por miedo, por haber perdido la capacidad de hacerlo, se va desdibujando hasta dejar de existir en la vida social; y, las emociones, en tanto en cuanto no se designan ni se cuentan, se van convirtiendo en un nudo en la garganta, en un no saber manifestar qué duele y porque creemos que nos convierte en seres frágiles. Pero la fortaleza de las personas, al contrario de lo que se pueda pensar, está en su habilidad para expresarse, para comunicarse con los demás; por eso resulta una curiosa ironía que, en este tiempo de alta exposición con las redes sociales tengamos esta falta de habilidad para señalar de forma precisa lo que nos duele, nos satisface o nos preocupa para que puedan comprenderlo aquellos a quienes les interesamos.
Esto es: los rasgos que nos humanizan y nos hacen personas auténticas entran en radical contradicción con este proceso de homogeneización que condiciona con firmeza nuestros modos de relacionarnos y de actuar en la sociedad contemporánea. Por eso, porque es necesario para recobrar tantas cosas importantes como hemos perdido, es urgente recuperar la lengua íntegra con su música de sones diversos, con su riqueza de piedras preciosas refulgiendo al sol, para las gentes normales que van y vienen, esas que se definen en los pliegues de los vocablos que tranquilizan y liberan el ánimo y la alegría. Los que hacen habitable la existencia porque son claridad potenciada de lo que ambicionamos decir, la llave que abre la puerta otra vez a aquellos perfiles nuestros que han quedado difuminados, casi invisibles en el cotidiano tráfago de las prisas angustiosas y absurdas que tanto daño nos están haciendo.