«Pasodoble Atarfeño» por José Lozano Jiménez

Este filósofo español, tan europeo de formación y talante, que se llamó José Ortega y Gasset, cuyos escritos on prácticamente obras de texto en la Universidad alemana, tiene un soberbio artículo titulado “Musicalia” recogido con posterioridad en el tercer tomo de “El Espectador”, en el que comienza vertiendo los siguientes conceptos: “lo que en nuestro tiempo más suele olvidarse es que cuanto vale algo sobre la tierra ha sido hecho por unos pocos hombres selectos, a pesar del gran público, en brava lucha contra la estulticia y el rencor de las muchedumbres”,
y añade más abajo: “tras ciento cincuenta años de halago permanente a las masas sociales, tiene un sabor blasfematorio afirmar que si imaginamos ausente del mundo un puñado de personalidades escogidas, apestaría el planeta de pura necedad y bajo egoísmo”.
Estos pensamientos, de un sobrecogedor y anonadante pesimismo para los que somos gente de pie o personas de lo más corriente y pasajero, están cargados, sin embargo, de un contenido implícito de esperanza y fe que comienza a hacerse más patente en una posterior reflexión sobre los mismos, y ello es que ciertos hombres, procedentes de esa multitud de la que Ortega nos habla, empleando una tenaz voluntad o una sabiduría costosamente adquirida, poseen el maravilloso poder de transmutar su entorno y de dejar a los que les rodean y continúan un legado cultural que, siendo bien cuidado y mantenido, les va a preservar de los temibles vaivenes convulsivos que periódicamente produce el péndulo de la historia.
Posee la familia atarfeña dos de estos personajes prototipo señeros y de alto significado durante la primera mitad del corriente siglo: uno profesaba la vocación científica y pedagógica, la comienza a los doce años enseñando en una humilde escuela que le subvenciona el Ayuntamiento de su pueblo en la cual llega a reunir hasta cerca de cien niños de primeras letras y, cuarenta y seis años más tarde, ese mismo Ayuntamiento, acompañado de banda de música, al frente del pueblo entero, se encamina con júbilo a la estación del tren para recibirlo como Académico de número de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales; se llama Cecilio Jiménez Rueda.
El otro profesa la vocación artística; apenas salido de la escuela de don Santiago López y mientras trabaja en el taller que posee su industriosa familia en el que confeccionan lo que entonces es el calzado nacional, o sea, ese par de alpargatas que cualquier mozo que se precie aspira a estrenar para las Fiestas en los tiempos del señor Maura – Maura sí, Maura no, que escribiera don Miguel de Unamuno-, toma lecciones nocturnas de música y bandurria. Miguel Morilla, que es quien ahora nos ocupa, toca como bandurrista excepcional en serenatas y bailes y no abandona su instrumento, usándolo como esparcimiento privado para sí y para sus amigos, cuando su inspiración artística le encamina hacia los ruedos en los cuales se deja la vida en septiembre de 1934.
Un músico y un torero
Uno hombre de Universidad, músico y torero el otro; no hay pues más relación vinculante entre ambos que la de haber nacido en el mismo pueblo, de haber sido coetáneos, la de recibir la admiración y apoyo de sus paisanos que estallaron en una fenomenal algarabía el 18 de mayo de 1929 cuando supieron que Miguel había cortado una oreja en Madrid, o que llenaban hasta la bandera aquellos románticos tranvías cada vez que toreaba en Granada para partirse el pecho, si ello era preciso, por su diestro-; en definitiva, no hay entre ellos, aparentemente, más nexo que el de haber dado gloria a su Atarfe paseando el nombre de su pueblo por allá donde pisaron.
Pero, una vez más, lo que es no es lo que parece; ya hemos quedado desde que empezamos en que existen hombres que, por su sola presencia, son capaces de modificar su alrededor y de transmitir un legado de cultura.
Me cuentan Presentación Guindo Triana y Manuel Guindo Beltrán, hermana y primo respectivos de Miguel Guindo, el profesor de música de Miguel Morilla, que siendo aquél un niño de corta edad empezaron sus padres a notar que, quizá como secuela de cierta enfermedad infantil, comenzaba a perder visión y, aunque Gregorio Guindo Moya trabajaba como destilador en la azucarera de San Pascual, preocupados por lo que podría ser del futuro de su hijo acudieron a don Cecilio porque, dicen ellos: “el catedrático era persona de hacer el bien por mucha gente del pueblo”.
El matemático respondió como solía; aceptó hacerse cargo de aquel niño semiciego, lo llevó consigo y con su familia a Madrid, ingresándolo en una Institución sita en Carabanchel para enseñanza de invidentes de donde, al cabo de ocho años, salió Miguel Guindo leyendo Braille, siendo un buen violinista y dispuesto a ganarse la vida dando clases y tocando con otros músicos.
Esta es la sucinta historia del hombre que educó la sensibilidad artística de Miguel Morilla Atarfeño. La relación es indirecta, pero ahí está la cadena que une la lección magistral de un catedrático con el bello pase de pecho de un novillero. Actualmente se van conociendo mejor los mecanismos cerebrales; se han hecho sorprendentes descubrimientos sobre neuropsicología funcional, sobre la influencia que la educación musical tiene en la concordancia hemisférica cerebral; y si alguien, después de estudiar la Tesis Doctoral recientemente presentada en la Universidad de Montreal por el profesor Despins, se dispusiera a negar que el aprendizaje y práctica de la música condicionan de por vida la receptividad y la sensibilidad del individuo, sólo podría emplear argumentos inaceptables.
Tanto amor por el arte musical tuvo siempre Miguel Morilla, tanta fue su generosidad y el cariño que sintió por su pueblo, que al ser preguntado por el nombre que emplearía en los carteles contestó tajante: Atarfeño me llamaré.
Basta con dar una ojeada a los programas taurinos del momento y contar los diestros que, sin ocultar su procedencia geográfica, han asumido sobre sí el nombre de su ciudad natal para poder sopesar el afecto que aquel muchacho de 19 años dedicó a Atarfe, gesto que el pueblo le devolvió con el apoyo apasionado e incondicional de todas sus clases sociales; por eso mismo, como el crío al que le destrozan su regalo de Reyes, el pueblo le lloró en aquel fatídico 2 de septiembre de 1934 y le ha guardado un luto de silencio y doloroso respeto tan sólo interrumpido por esporádicos homenajes.
El caso es que, como consecuencia del bien hacer del matemático y humanista doctor Jiménez Rueda, cuyas obras andan esparcidas por polvorientas e ignotas bibliotecas sin que se hayan hecho posteriores reediciones de las mismas; como resultado, también, de la inclinación musical de Miguel Morilla, haciéndose siempre acompañar por los sones de su bandurria y de las bandas que en los cosos taurinos engalanaban los aires al compás de sus faenas, el caso es que los atarfeños poseemos el preciado legado de tener un bellísimo pasodoble.
Y digo que tenemos porque la composición, aunque dedicada (se puede leer en su carátula del puño y letra de su autor) al pundonoroso: es decir, al que tiene un punto de honor, un punto de honra y dignidad, diestro Morilla, tiene como nombre de registro en la Sociedad General de Autores de España el de Atarfeño, que es el gentilicio de todos los paisanos de Miguel.
La música es del maestro Rafael Oropesa que idea las estrofas en modo menor, usando un modo mayor para el estribillo, está bien armonizado, posee una rítmica marcada con aire de una cierta bravura y desplante y su línea melódica es de cuidada e inspirada confección; la transposición para banda arroja un efecto real a una segunda mayor baja respecto de la partitura para canto y piano y su orquestación es de una sonoridad magnífica cuando se ,interpreta por un conjunto bien equilibrado instrumentalmente. La letra es de Manuel Álvarez Díaz y no me resisto a transcribirla porque merece que los atarfeños la conozcan y la conserven como un himno de afecto hacia ellos mismos y hacia su tierra y como una señal de su propia identidad, es como sigue:
Nació en la tierra bruja
de sol y de azahar.
Y allí en la gentil Granada,
con un arte de hechizo,
aprendió a torear.
Atarfe vio surgir un torero
que el triunfo a la cumbre elevó.
Y en tardes de corrida y de gloria
al artista sublime la afición aclamó
“Graná” te quiere y mima,
por ti sabe poner
su luz, sus flores y su cielo
en tus horas de lucha
para hacerte vencer.
Tu cuna fue la cuna de diestros
que dieron a la fiesta esplendor,
Frascuelo te prestó su arrogancia
y de Lagartijillo heredaste el valor.
Estribillo:
Atarfeño, Atarfeño
es tu toreo asombroso
por lo viril y elegante,
por lo gitano y garboso.
Atarfeño, Atarfeño
tu fino estilo atesora
todas las bellezas
de tu tierra mora.

Si el letrísta Manuel Álvarez, fallecido en 1983, ha tenido ocasión de reflexionar sobre el contenido de su preciosa primera estrofa no habrá podido sustraerse a sentir un hondo escalofrío, porque al escribir en ella: “que el Triunfo a la cumbre elevó” no podía ni imaginar que su mano estaba siendo guiada por la inspiración de un ángel premonitorio, porque sería en la Plaza de Toros del Triunfo, alrededor de dos años más tarde de ser redactada esta composición poética, cuando el espíritu de Miguel se elevaría a la cumbre de su mejor Gloria.
¡Cuántas vivencias inexplicables, cuántos mensajes paranormales plagan la vida de los artistas! “El Triunfo a la Cumbre elevó…”. Corremos tiempos masificantes que inducen a la despersonalización, a la reducción del hombre a la mera entidad de un dato estadístico e informático; las colectividades tendrán que optar por ahondar en sus sanas y firmes tradiciones, no en las huras y vacías sino en las llenas de rico contenido, ideando los medios para ello necesarios, para su propia afirmación, no frente a sus próximas y vecinas sino junto a ellas. La cercanía a la urbe granadina, sus vínculos, por tantos y tantos motivos, con la misma son amplios y cordiales, pero de esto a la anónima ciudad-dormitorio hay un amplio espacio cualitativo.
¡Cuidemos nuestras señas de identidad! ¿Por qué no reeditar las obras de don Cecilio Jiménez Rueda aunque sólo fuera restringida y numeradamente o mediante suscripción previa? Títulos como: Prolegómenos de Aritmética Universal, Sobre la constitución molecular de los cuerpos gaseosos, Tratado de las formas geométricas de 1.º y 2.º categoría, Sobre la evolución de los conceptos de punto, recta, plano y espacio, Memoria sobre la intuición en Geometría, Sobre las lacerías árabes de la Alhambra o Memorias sobre la enseñanza de la Geometría en España presentan sobrado interés en el orden científico-histórico, por lo que la edición podría ordenarse en colaboración con la cercana Universidad, ya en el bibliográfico; el Ayuntamiento local estaría llamado a tomar la iniciativa impulsante del proyecto.
En cuanto al pasodoble, no sería nada gravosa su edición para banda de música o la reimpresión de la partitura para piano y canto hoy día que vemos a la copla resurgir esplendorosamente. Por lo pronto pienso no ser mala idea la de la amable sugerencia a las bandas que periódicamente nos visitan a su pública ejecución; la formidable banda municipal granadina, a cuyo frente el maestro Miguel Sánchez Ruzafa tan digna y eficiente dirección ostenta, así como las numerosas existentes en la comarca con sus vocacionales y preparados dirigentes, han de conocer que el mejor regalo que pueden traer a Atarfe es el de la interpretación de su sonoro y marchoso pasodoble. “No te pese si te llaman ruin, pésete el serlo”, proverbiaban nuestros luminosos arquetipos del Siglo de Oro. Seamos generosos con nuestros antepasados egregios. No caigamos en la ruindad.
Artículo editado por Corporación de Medios de Andalucía y el Ayuntamiento de Atarfe, coordinado por José Enrique Granados y tiene por nombre «Atarfe en el papel