Desde hace unos años ejerzo el abuelato, esa especial condición familiar que me lleva a cuidar de mi nieto en la piscina, a comprarle cromos de Pokémon, a recogerlo del colegio o a llevarlo a algún cumpleaños. Son circunstancias normales en la vida actual, muy distinta de la que observé en los abuelos durante la época de mi niñez.

Tuve unos abuelos bastante peculiares. Mi abuelo materno, Dionisio, era miembro de una familia de viticultores manchegos. Todos se afanaban por el campo, que iban ampliando año a año, mientras soñaban con crear su propia bodega. Para ello, mi bisabuelo contaba con cinco hijos varones, pero la armonía se torció cuando mi abuelo planteó que quería ser militar e irse a la Academia de Toledo. Su padre accedió, pero dejando claro que los gastos que esos caros estudios generaran iban a cuenta de herencia. El cadete Palacios terminó el siglo XIX siendo teniente de Infantería, aunque él pidió el cambio del ejército a la Guardia Civil, lo que le supuso perder su primer ascenso al haber cambiado de arma.
Y uno de los primeros destinos fue el cuartel del pueblo en que nací. Allí, algún guardia debió ponerlo en antecedentes de que mi familia materna tenía numerosos miembros en el ejército e incluso en la Guardia Real. Y fue a casa de mis bisabuelos a presentarse y ofrecer sus servicios. Allí conoció a una chica de 17 años que, con el tiempo, fue su esposa y mi abuela materna.

Durante unos cuarenta años, mi tía y mi madre pasaron juntas sus tardes de viuda y el tema salió más de una vez, pero nunca se abrieron de capa, solamente dejaban ver una sonrisa que ampliaba la leyenda que circulaba por el pueblo: el teniente Palacios había mandado a los números del cuartel robar las gallinas que mis bisabuelos tenían en el huerto anexo al caserón donde vivían, solo por tener un pretexto para entrar en la casa y ver a mi recatada abuela. Nunca sabré si se trata de una realidad o una leyenda, pero que un oficial de la Benemérita provoque un robo por amor me parece algo más vinculado al realismo mágico que a lo cotidiano: García Márquez hubiera escrito una novela con ese material, no se sabe si real o legendario.

La pareja, casada en 1905, tuvo muchos hijos, la mayor de las cuales era mi madre. Y aquel teniente de la Guardia Civil fue ascendiendo poco a poco y terminó llevando la Comandancia de Canarias y después la de Jaén, donde le sobrevino la República y, siendo conservador y monárquico, se acogió a la Ley Azaña. Abandonó su profesión con 63 años, a punto de obtener el generalato, pero estaba muy enfermo y los nuevos aires republicanos no le parecieron idóneos. Murió en 1933, con lo que se ahorró la guerra civil. Mi abuela le siguió de cuartel en cuartel por media España, le llenó la casa de hijos y lo acompañó cuando estaba enfermo hasta su muerte.

Si lo de implicarse en robar gallinas ya es raro, mi otro abuelo también tuvo su historia. Hijo de un médico masón, estudió Farmacia en la Universidad granadina y estableció en mi pueblo una botica de las de principios del siglo XX, con mil tarros de porcelana con los nombres botánicos de los principios que contenían, su autoclave, sus matraces, sus botes de laboratorio y su cajón de los corchos, donde guardaba una armónica que tocaba cada vez que había un apagón porque le exasperaba el silencio en la oscuridad. Solo sabía tocar La raspa y lo hacía bastante mal, pero era su forma de conjurar los apagones.

Cuando montó la botica, era, para las chicas casaderas del pueblo, un partido apetecible, pero él llevaba en secreto que tenía una novia en Granada: Carmen, una mujer muy sencilla, hija de una camisera de La Manigua. Cuando se casaron ella notó que las demás señoras le hacían el vacío por su origen humilde y ahí acabó su vida pública. Iba cada mañana a misa del alba y se encerraba en su casa, donde atendía la farmacia, los hijos (el mayor de ellos, mi padre), la casa y leía sin parar. La recuerdo, siempre dulce, con una pronunciación netamente granadina y en su pecho un medallón de oro de la Virgen de las Angustias, de la que siempre fue muy devota.

El abuelo era impermeable al paso del tiempo. Llevó capa hasta los sesenta, cuando nadie la llevaba y era ya un vestigio costumbrista de otro tiempo; pagaba los cafés que tomaba o los pelados y afeitados que le hacía el barbero de al lado, al mismo precio de veinte o treinta años antes. Después los hijos tenían que liquidar aquellas diferencias.
Otra demostración de que jugaba con el tiempo a su capricho, era que leía el ABC hasta los anuncios por palabras, lo que implicaba que un periódico le durara varios días y que acumulara un retraso de meses, y aun de años, en las noticias que iba descubriendo en su ejemplar. A consecuencia de ese retraso, tenía la rebotica hecha un almacén de prensa, porque nunca llegó a ponerse al día. Se enteró de las bombas atómicas lanzadas sobre Japón cuando yo tenía nueve o diez años, es decir quince años después de 1945. Apareció por mi casa muy alarmado para hablar con su hijo mayor, que tras tranquilizarlo, volvió a la mesa muerto de risa.

Le gustaban los gatos, a los que acogía en su casa y les ponía nombres sacados de la aristocracia a los que añadía el título: Semíramis, Emperatriz de Babilonia, gata remilgada donde las hubiera; el Barón von Bismarck, Mariscal de los ejércitos teutones, gato con espesos bigotes… Hablaba con ellos como si fueran nietos, o incluso con un lenguaje más afectivo.
Gran lector de textos licenciosos franceses, llegó a tener una notable biblioteca galante, que a su muerte, mi padre y mi tía se apresuraron a eliminar, siguiendo el viejo uso español de la hoguera. Una verdadera pena.

Recuerdo que el abuelo murió cuando yo tenía unos quince años. Como éramos muchos nietos nos turnábamos de noche. El silencio y la proximidad del enfermo propiciaron muchas horas de lectura. Alguien había llevado a casa de mi tía unas obras completas de Alejandro Casona, y poco a poco nos las fuimos leyendo, sin saber quién era el autor, ni las circunstancias de su exilio, pero recuerdo haber disfrutado mucho aquel teatro poético.

Podría contar miles de anécdotas sobre esos pintorescos personajes que fueron mis abuelos, pero prefiero reflexionar sobre ese amplio margen de maniobra con que cuenta la Genética, que deja en manos del azar la forma de ser con que nacemos, sin determinar del todo nuestro ser y nuestro futuro: sería muy previsible si un recién nacido no contara con esa lotería de lo aleatorio que es, en último extremo, donde está el meollo de lo que será un ser humano. Aunque siento un cordial afecto por mis abuelos, incluso por el que no llegué a conocer, me preocuparía haber heredado la tendencia de robar gallinas para acercarme a una mujer o manejar el tiempo como si fuera plastilina mientras toco La raspa cada vez que hay un apagón.

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