«LA PALABRA HERIDA» por Remedios Sánchez
Cuando un chico opta por el filo antes que por la palabra, es porque no concibe el lenguaje como defensa efectiva y eso tiene difícil arreglo después
A las ocho y veinte de la mañana, el sol de invierno se desliza entre las mochilas y alumbra las primeras conversaciones de los alumnos que llegan puntuales a clase en Albuñol. Hace pocos días, a esa hora tan temprana en la que, como escribió Alberti, ni el alba había pensado aún en la negra existencia de los malos cuchillos, un niño de trece años apuñaló a otro de doce.
Basta la mera descripción del suceso para que algunos imaginen un enfrentamiento entre bandas rivales o piensen en el color de la piel de los implicados; luego, cuando se enteren de que son chavales de familias oriundas del municipio costero, la mayoría supondrá que se trata de un acoso prolongado que casi termina en tragedia. Pero no. Es algo incluso más desolador: otro ejemplo de violencia llevada al extremo, la sensación de que el amanecer se torcía bajo la sombra de una mano pequeña incapaz de contener la ira desatada por un desencuentro entre amigos nacido en una fiesta donde los primeros amores desvelados conllevan bromas pesadas sin intuir siquiera las incertidumbres, la frustración, esa rabia muda que, a veces, esconde el alma.
Así, lo que en otra época no habría pasado de un intercambio de gritos, de palabras gruesas seguramente acompañadas de algún empujón, en este 2025 dejará una cicatriz que traspasa lo físico y afecta a la identidad en construcción de dos preadolescentes. Nuestros padres ya nos contaron que, como cantaban los rockeros de Génesis antes de que naciéramos, el cuchillo que corta el sueño y el amor corta también la carne y la vida. Pero parece que no hemos sabido transmitírselo a las generaciones que nos han seguido y, quizás por eso, tantos jóvenes viven al borde de actitudes que traspasan la confrontación para abrazar la violencia más salvaje. Porque, ahora que el muchacho agredido está fuera de peligro hay que reflexionar sobre lo sucedido, para constatar que lo terrible no es solo la naturalidad con la que se integra la violencia, sino la incapacidad de esta sociedad para interpretar lo que va fermentando en el silencio de los agresores, esos jóvenes frecuentemente varados en una intemperie emocional que los incapacita para expresar sus sentimientos y resolver sus conflictos. Hemos fracasado en nuestra obligación de enseñarles a poner las palabras precisas a la pena negra que trasciende el grito, esas que aligeran el pecho cuando alguien tan frágil necesita describir sus sentimientos para asumirlos y llorar. Llorar hasta cansarse y seguir luego con el corazón más ligero.
Nos falta siempre tiempo para lo urgente, para comprender sus naufragios y la rapidez con la que pueden pasar de víctimas a verdugos de improviso, casi sin darse cuenta. Necesitan entender los rudimentos de la vida, aprender a razonar en discusiones donde prime el respeto, a querer bien (que no tiene por qué ser sinónimo de querer mucho), a dominar los instintos; y les sobran pantallas, imposiciones sin porqués, fragmentos de afecto reducidos al gesto mínimo y esa prisa inmisericorde que lo envuelve todo. Cuando un chico opta por el filo antes que por la palabra, es porque no concibe el lenguaje como defensa efectiva y eso tiene difícil arreglo después. Es urgente afrontar esta realidad trágica porque ninguna sociedad civilizada debe acostumbrarse a que los amaneceres empiecen con una navaja en la mano de un niño.
FOTO: https://www.educatolerancia.com