EL ÚLTIMO VIAJE (MEMORIA DE MI PADRE) por Remedios Sánchez
A mi padre le gustaban los poemas con rima. También Quevedo, las fábulas de Samaniego, Hartzenbusch, los capítulos del Quijote y mirar atardeceres de naranjos con su azada en el hombro, camino de la casa.
Regaba los frutales y aguardaba las flores de azahar como quien sabe que el futuro puede estar en la naranja, en el limonero lunar creciendo en cada estación, en el ritmo lento al que obliga la vida. Se levantaba y se acostaba pronto conforme al ciclo del día: no era un exceso de palabras nunca, tampoco desbordaba los límites de la amistad ni era un caudal de risas. Su generación, noventa y cuatro años en el alma, tuvo que inventar un país para que todos cupíesemos desde las maletas de cartón de Suiza, la vendimia en Francia, la Barcelona obrera, las cartillas de ahorros, ese poner ladrillos y construir una casa. Y en ese momento, llegó mi madre, con la democracia, desde un pueblito de consonantes y de esta manera, pasó de descubir el mundo, al paisaje de Albox -a él le interesaba mucho lo pequeño- y a modelar a unos niños, sus hijos, que querían ser libres sin perder sus raíces de surcos en la tierra. Era honesto y le molestaban las injusticias porque siempre supo que nadie era más que nadie, orgulloso de su estirpe de labriegos de La Peza: de la cebada a las ovejas, y del carbón a la cosecha de garbanzos. Así fuimos creciendo mientras nos leía cada tarde la fábula de la hormiga y la cigarra, los muros quevedianos de esa patria (si un día fuertes…), las multiplicaciones, que los problemas se resolvían de diferentes maneras (la suya era siempre la más larga), a razonar y a dar argumentos. Exactamente lo que a él y a sus hermanos le habían enseñado en el cortijo, aquellos maestros que iban los veranos a enseñar a los niños del campo-campo.
Más tarde la universidad la hicimos juntos porque él (ellos) tuvieron que aprender a volar forzosamente porque nosotros nunca necesitamos soltarlos de la mano. Tuvo que adaptarse y tratar de comprendernos, tan cargados de sueños y esperanzas. Él y mi madre hicieron de la necesidad virtud aunque el futuro se pareciera tan poco a lo que hubieran planeado. De esta manera han ido cayendo las hojas del calendario y nos han hecho adultos. Mi madre se fue cuando más falta hacía (una madre siempre hace mucha falta, nadie lo olvide) porque la maldita enfermedad nos la robó. Nada diferente a las cien mil familias derrotadas por una muertes, las del COVID de 2020, que nos hicieron distintos. No mejores: distintos. Resistió con la fortaleza de quien ha vivido otra guerra y la ha perdido; pero de nuevo supo amoldarse a estar con sus hijos solamente. Me parece que lloraba para adentro sus pérdidas con lágrimas de plata.
Han pasado cinco años más y, en agosto, llegó el rayo de la enfermedad. No ha sido fácil para él, conformarse de nuevo con lo que el destino marca, pero ahora sé que ha tenido algo que no siempre valoramos lo suficiente: el calor de un hogar hasta el último instante, el respeto de su familia y el amor verdadero, ese que nunca te suelta porque ser libre es otra cosa que no implica soltar, sino encontrar la forma de ir cogiendo fuerte más manos. Unir y sumar. En la madrugada del lunes 1 de diciembre, cuando el frío no se distingue si hiela o quema, se marchó con la misma discrección que aplicó a todo en su vida. Por eso, hoy quiero dar las gracias a su gente que siempre ha sido mi gente; y a mi gente, que como sucede en esta familia, ha acabado por ser también la suya. Todos los que honraron con su presencia o sus mensajes cargados de flores y de cariño, lo que él es para nosotros. Hay gestos que trascienden las palabras y nosotros los hemos tenido con tantas personas que no hay palabras suficientes para expresar la gratitud que sentimos mi hermano y yo.
Mi padre descansa ya junto a mi madre mirando otra vez los atardeceres: en Albox, como él quería: Y cuando llegue el día del último viaje,/y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,/me encontraréis a bordo ligero de equipaje,/casi desnudo, como los hijos de la mar» como escribió Machado. Y nosotros, con nuestra tristeza serena, seguimos como nos han enseñado con sus sacrificios, con su esfuerzo abisal. Sabiendo que los duelos se hacen de labores y esperanzas. Me gusta esta foto que comparto: era 2024 y, él, que supo lo que implicó la dictadura, quiso ir a votar. Era junio en la rosa y aquí está: tan blanco su pelo, tan azules sus ojos, tanta dignidad en cada rasgo. Este es mi padre, cumplida plenitud, sencilla honestidad de las manos limpias que ya es azul y cielo y pájaro y almendro. Un infinito de amaneceres iluminando los olivos por toda la eternidad.