«Eres real» por Ana Pastor
Yo no sé cómo darte las gracias. Hay cosas que no podré compensar a pesar de estas líneas. Te he visto entrar y salir decenas de veces en el último mes y medio. «Es mi trabajo», repites siempre. Pero hay cosas que no están escritas en un contrato laboral y, mucho menos, en tu sueldo.
He visto cómo te dolía no encontrar la vena para poner una vía con la medicación. Te mordías el labio mientras intentabas dar con ella. He visto cómo sus llagas te escocían después de tantas semanas de cama como si hubieras sido tú misma. He notado cómo las náuseas te revolvían también el cuerpo y cómo arqueabas las cejas cada vez que notabas que no bajaban la hinchazón de las piernas. Sus piernas. Como si fueran tus piernas. He visto cómo cruzabas la puerta y en lugar de coger aire parecía que respirabas paciencia. He comprobado cómo antes de entrar dejabas fuera tus propias historias y hasta cambiabas el tono de voz al saludar como si todo estuviera en perfecta armonía. No importaba la hora, ni tampoco las horas que te marca un contrato que sirve para que algunos presuman de crear empleo mientras tú intentas sobrevivir como puedes.
Pero son sus lágrimas las que te he visto combatir allí dentro, en la habitación. Y te he visto correr por el pasillo casi sin respiración como si te fuera la vida en ello. Buscabas una venda para taponar una herida traicionera que no dejaba de sangrar a pesar de todas esas manos encima. Y la encontraste. Y volviste con ella. Y la herida se cerró. Pero te duró el susto en el cuerpo todavía durante un buen rato. Como si la herida fuera tuya. Como si toda esa sangre que quedó en la cama la hubieras derramado tú misma.
PELEAR CONTRA EL MIEDO
Pero sobre todo te vi aquella mañana en la que entraste con la cara muy seria a la habitación. Parecía que venías a medir la tensión arterial o la saturación del oxígeno pero no traías ningún aparato para ello. Ella estaba incorporada, medio adormilada todavía por todas esas pastillas y quejándose del nuevo dolor sumado al repertorio habitual.
Te sentaste a su lado. Muy cerca. Y le hablaste de resistir. De pelear contra el miedo. De no dejarse vencer nunca por él. Aunque duela. «Mírame mientras te hablo», le decías. Cuando terminaste te acercaste más a ella muy despacio. Y le diste un abrazo muy sentido. Porque te quedaste rodeando su cuerpo quejumbroso un buen rato.
A mi me pareció que esos minutos compensaron algunas de las otras batallas vividas en sus 76 años de vida. Y no era tu madre. Era la mía. Y yo miraba la escena pero no sabía cómo darte las gracias. Podrías llamarte María. O Sofía. Existes. Eres real. Y no. No solo es tu trabajo. Hay cosas que no se pueden explicar. Pero yo te he visto hacerlas. Aunque yo no sepa cómo darte las gracias.