«L0S PECADOS DE NUESTRA CLASE POLITICA» por Alberto Granados
Afortunadamente, en muy pocas horas la pesadilla electoral habrá
terminado (o no) para el sufrido electorado que tenemos que aguantar la
zafiedad de nuestros políticos. Y después ya será otra cosa, más suave,
más cotidiana y llevadera (o tampoco). Me gustó el mensaje de la nueva
presidenta del Congreso, en el punto en que dijo que era una magnífica
oportunidad para pensar en la ciudadanía más que en el permanente juego
de los partidos y sus caras visibles.
Y es que, por desgracia, la vida
política se ha convertido en un nauseabundo vertedero en que el debate
se ha sustituido por memes en las redes y la verdad en esa deleznable y
constante sarta de acusaciones (verdaderas y falsas), embustes
descarados, juicios de intenciones
tan indecorosamente expuestos como verdades absolutas y otras lindezas
con que suele abrumarnos esta degenerada clase política que nos hemos
labrado a través de las urnas.
El hemiciclo del Congreso debería ser la quintaesencia del respeto y el diálogo. Imagen de Dani Duch tomada de La Vanguardia
Hay
una realidad insoslayable: los partidos carecen de líderes
significativos. Si líder es el que conduce a una masa de seguidores, se
supone que de forma entusiasta, eso ha desaparecido de nuestro panorama
político y hay que echar la vista hasta los tiempos de la República, de
la Restauración incluso, para encontrar líderes irrebatibles, figuras
del parlamentarismo que dignificaron las Cámaras y tuvieron una
brillantez de pensamiento y una oratoria que echamos en falta. Hoy hay
solo cabezas de lista y jerarcas, a los que afiliados y votantes siguen
fatigosamente, más por lealtad que por fe en semejantes señores o
señoras, que suelen llevar un montón de legislaturas a cuestas y en los
que, con frecuencia se ven muchos más motivos para haberse retirado que
méritos incontestables. Remedos tímidos de aquellos diputados tal vez
pudieran haber sido Felipe González, Adolfo Suárez, Alfonso Guerra… que
llegaron a alcanzar algo de la gloria parlamentaria a la que acabo de
referirme.
Lamentablemente, eso quedó atrás.
Básicamente, porque los mismos jerarcas de los partidos llevan años
yugulando a cualquier militante que empiece a hacerse notar, a alguien
que pudiera llegar a hacerles sombra, a sustituirlos y condenarlos al
ostracismo. Es decir, no hay líderes reales por la incompetencia y el
egoísmo de los líderes ya gastados por el uso y la apatía. Buen
panorama.
Ante la falta de liderazgo y,
especialmente, de ideas, la actual clase política recurre a la
teatralidad en las cámaras; en ausencia de una línea de pensamiento, se
echa mano a la tramoya política, al golpe de efecto. Las ideas parecen
haberse sustituido por camisetas con mensaje o colorines simbólicos, el
bebé de la Sra. Bescansa, la impresora de Rufián o los vergonzosos lazos
amarillos del parlamento catalán. Nos dan gato por liebre y tragamos,
que es el problema.
Hoy ningún partido mira a la
ciudadanía sino a los institutos de opinión y se adoptan posturas o se
anuncian medidas que pretenden, por encima de la salud de la cosa
pública, levantar índices de intención de voto.
Y en una horas iremos a las urnas y
votaremos a gente que no nos dice gran cosa ni levanta grandes
expectativas, pero que jurarán su cargo y reproducirán este mismo
esquema de pobreza ideológica y estrechez política.
Ante esto, releo con nostalgia un párrafo de un libro que reseñé el verano pasado: De senectute politica,
de Pedro Olalla. En su página 37, la voz narrativa enumera los motivos
que justifican que un ciudadano delegue en un estado su participación en
la cosa publica. Lo reproduzco aquí:
«¿Te acuerdas de aquellos principios? ¡Cómo podrías tú, precisamente tú, no recordarlos! Isonomia: la igualdad política; isegoria: la igualdad en el uso de la palabra; parrhesia: la virtud de atreverse a emplearla para decir la verdad; boule: la voluntad de participación en lo común; eunomia: la vocación de la ley por la justicia; dike y aidos: el sentido de la justicia y el de la vergüenza, repartidos por la divinidad a todos como fundamento de la soberanía; dikaiosyne: la justicia en sí misma, cuya falta es el único mal verdadero—corno nos enseñó Gorgias—, y cuya existencia conduce a los hombres a la única felicidad posible en la tierra —como le revelaron las Musas a Hesíodo—, seisachtheia: la supresión de las deudas que conducen a la esclavitud; eleos: la piedad, esa otra igualdad ante el dolor y la desgracia ajenos, prueba de que existe la dignidad humana; paideia: la educación, en su sentido de cultivo permanente de la personalidad y de las facultades; aristeia: la excelencia como proyecto personal y colectivo; eleutheria: la libertad como atributo inalienable del ser humano; y eudaimonia: la felicidad como realización plena de la persona y como razón de ser del Estado. Como razón de ser del Estado, Marco. Da escalofríos. ¿No sientes, al tocarlas, que aún queman estas brasas?».
Pablo Casado (o la autocomplacencia) en una comparecencia. Imagen de Javier Barbancho tomada de El Mundo
¿Qué queda de todo esto en la lucha por el poder entre las distintas
opciones políticas? Sí, ya tengo una edad más que suficiente para no
creer en las hadas y conocer la naturaleza humana, pero es que la
distancia entre los principios que hicieron aparecer la democracia y la
bazofia actual es exageradamente astronómica y seguimos tragando. Su
corrupción, sus contradicciones, su arrogancia, su prepotencia, sus
malas maneras y su indiferencia ante los problemas reales que impiden la
felicidad de la gente.
Durante la campaña, que he seguido
muy livianamente, me ha escandalizado el ver que los programas de PP,
C’s y Vox no contienen más que una sola idea: derribar a Pedro Sánchez,
que hace menos de un mes acaba de ganar unas elecciones. Que alguien me
explique si Casado y Rivera tienen la menor convicción democrática, si
les queda el menor resto de decencia. Hacen muy bien de defender sus
propuestas, incluso exponer sus hipótesis sobre Sánchez, pero limosnear
votos basándose en estas hipótesis (Votos en el Congreso a cambio de
libertad de los presos del procés), que por el momento sólo son
hipótesis, me parece de una total falta de dignidad y talla políticas.
Junto al Defensor del Pueblo, nuestra Constitución debería contar con un
Defensor de la cosa pública, un árbitro con capacidad para frenar estas
actitudes, muy asumibles en el nivel privado de la persona, pero no en
el enfrentamiento político. Pero eso parece importar poco. Una vez más,
recurro a César Vallejo: «España, aparta de mí este cáliz».
Alberto Granados
FOTO PORTADA: Agence de presse Meurisse