Y septiembre se levantó despacio, con la mirada de un niño travieso que espera que le riñan casi antes de hacernos la trastada del regreso, este retorno eterno a la rutina de los días perpetuos. Qué frágil es el tiempo de agosto en las manos, deshaciéndose a golpes de silencio, de puertas que se cierran, de un mar que es cada vez menos azul porque la sangre lo ha convertido en un mar de muertos.

Ahora retornamos a esa vida que antes transcurría despacio, sin que nos diéramos cuenta de los momentos perfectos, del vuelo exploratorio del gorrión entre los olivos, del sonido de la fuente cristalina que se esconde, de aquella rosa que nunca muere en el jardín atrapado en la memoria. De golpe hemos madurado percatándonos de que había otros haciendo un trabajo de compromiso con el porvenir, pensando la ciudad en cada instante, con la conciencia de que Granada viene siendo en las últimas décadas una rosa decadente en un atardecer de rojo y fuego que bosteza, herido de aburrimiento y de nostalgia. De fondo, sólo existía un silencio, un paisaje herido inamovible, que es una eternidad dormida.

Hemos ido perdiendo las voces que tenían las palabras justas, los referentes éticos que trataron siempre de cambiar el rumbo, de despertar el corazón de esta Granada que necesita construir puentes donde existen precipicios, levantar banderas de libertad y concordia y encontrar una brújula que la oriente al futuro. Porque necesitamos abrirnos al porvenir y no anclarnos en lo que pudimos ser y no somos para que no cunda aquel granadinismo fondeado en los recuerdos que no nos sirve, que no es suficiente, porque es nuestra obligación proteger lo que hemos heredado como usufructuarios de un destino que hay que traspasar luego a los hijos, a los nietos, a la gente que no merece que le leguemos la historia por entregas de un fracaso.

Y cada hora es una oportunidad para aprovechar las infinitas posibilidades de esta tierra, una verdad inmensa que no progresa como debe, oculta detrás de las peleas estériles que nos mantienen varados en un limbo decimonónico.

El personal va perdiendo la ilusión, esa esperanza de que recobremos el sentido, un horizonte que nos dé la oportunidad de ser líderes en algo que no implique mirar de nuevo al espejo retrovisor de nuestra Historia. Porque, no sé si los que mandan lo saben, pero nos merecemos una oportunidad para que se rompa esta idea de ciudad vórtice que tan bien explicaba el antropólogo González Alcantud. Y ellos deben liderar el cambio por decencia, por dignidad y por vergüenza. Tienen la obligación de transformar su perspectiva serenamente, de entender que sus decisiones marcan lo que somos, pero también lo que seremos.

El granadino tiene un desencanto de lluvia grabado en las pupilas pero todavía conserva la virtud de ser inasequible al desaliento, la habilidad extraña de no rendirse. Por eso, tomando el testigo de aquellos que se fueron por una senda clara dejando un legado de honestidad, tenemos nosotros la obligación de coger el testigo y levantar la voz para decirles que tienen que moverse, que pronto empezará el tiempo de siembra y hay semillas, tesoros de la tierra que mágicamente han perdurado. Que no todo está perdido todavía. Y que la ciudadanía está cansada de esperar mirando esas nubes lentas que pasan.

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