Al anochecer, el jardinero municipal aún está regando para que el polvo se asiente. Algunos chiquillos, a las puertas de la iglesia, cantan burlones:

“La manga riega
y aquí no glu-glu-glu…”
El hombre hace amago de mojarlos con la manguera y los críos corren, divertidos, entre las sillas, previsoramente dispuestas para la misa del alba. La explanada, aún casi despoblada, está rodeada por una pequeña noria, un par de puestos de turrón, otro de churros, la tómbola parroquial y el templete de los músicos, donde el encargado está disponiendo los atriles y las carpetas con las partituras. Hoy la banda interpretará un repertorio de los que gustan: El Danubio Azul, las Czardas, Las bodas de Luis Alonso, Agua, azucarillos y aguardiente, La leyenda del beso y otras piezas de zarzuela, así como valses y pasodobles. En el momento de la consagración sonará el himno nacional y la bandera se bajará casi hasta tocar el suelo, lo que provocará muchos nudos en la garganta, especialmente entre los emigrantes que vuelven por estos días a pedirle a la Virgen que su sacrificio merezca la pena y, aunque sea a la larga, aunque cueste mil fatigas, el desarraigo se vea compensado.
Poco a poco, la gente va llegando desde el pueblo. Muchos traen las tarteras con la cena fría y algún refresco. Algunos hombres llevan debajo de la chaqueta la bota de vino y echan un trago de cuando en cuando. Hay muchos saludos, ofrecimientos de tabaco para liar, preguntas sobre la familia y recuerdos para todos, un ritual que no cesará en toda la larga noche dedicada a velar a la Señora, como le dice el párroco, una velá que durará hasta la misa del alba, al aire libre, que la iglesia se queda pequeña para tanto fervor, según frase de la Presidenta de la cofradía.
Para la medianoche, la explanada es un hervidero de gente. En la tribuna, el alcalde, el Jefe Local del Movimiento, con su camisa azul, la maestra, el médico y el cura, que controla a todo el mundo, especialmente a las parejas de novios, en las que clava toda la ferocidad de su mirada admonitoria. Las beatas entran a la iglesia y encienden velas ante la imagen de la Patrona, a la que rezan largos rosarios bisbiseados. El sacristán ensaya al armonio el Ave María de Schubert, que va a cantar la señorita Celia, una solterona, virtuosa y de belleza gastada, que quiso ser soprano.
Todo el mundo, especialmente las chicas, se ha endomingado y quienes tienen posibles estrenan un hato nuevo, comprado en la tienda de Rufino, que el dinero es para lucirlo y, si se puede, para provocar envidia y esta fecha del quince de agosto es de las más propicias para eso.
Matías avanza por la alameda al lado de Ignacia, su novia formal, que él ha dado la cara, como debe hacer un hombre de veintidós años, y ha ido a pedir puerta a su padre, antes de que éste muera del cáncer que lo está consumiendo. Son novios desde ya hace casi un año, y ya tienen la suficiente confianza como para que él se sienta cada vez más exigente en sus demandas sexuales. Ya no se conforma con cuatro caricias furtivas, sino que quiere… A ella le da vergüenza y miedo, un verdadero pánico a un embarazo, o peor aún, a que él la abandone después de haberla conseguido. Todas las chicas que han pasado por eso se han quedado solteras, para siempre en casa de sus padres, que a la larga les han reprochado no haber accedido a lo mismo que antes les exigían que negaran a sus novios, decían que por decencia, por no andar en lenguas, por la honrilla de la familia y otras mil consideraciones, tan abstractas como difíciles de observar a esas edades, cuando el cuerpo pide lo que pide.
Matías ve en la larga noche de velá una magnífica ocasión para conseguir que Ignacia se le entregue. Lo llevan hablando desde tiempo atrás y ella siempre se pone seria y le dice que se siente agobiada, a lo que él le responde que si no lo hace es porque no lo quiere lo suficiente. La chica termina siempre llorando. El muchacho va a pedirle que lo acompañe a la huerta de su familia, muy cerca de la ermita. Se trata de una exigua parcela de tierra donde su padre y él cultivan hortalizas y frutales, con una caseta donde están el pozo, los aperos de labranza, los cacharros de la matanza y aun sobra un breve espacio para una chimenea de leña, un par de catres y una mesa. Él lleva la llave en el bolsillo, por si hay suerte y la Ignacia accede a ser suya.

ACLARACIÓN EDITORIAL

Por cesión de los derechos de explotación digital a la Editorial TransBooks me veo obligado a eliminar parte del texto de este relato, comprendido en mi libro electrónico “Cabos sueltos”. Dejo el inicio y los comentarios que en su día suscitó en este enlace:        https://albertogranados.wordpress.com/2010/08/17/la-vela-de-la-virgen/

 

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Alberto Granados
 
foto: https://www.portalfiestas.com/fichafiesta.php?id_fiesta=124760
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