Lo que verdaderamente pasa con la política española es que vivimos anclados en un eterno día de la marmota, como en aquella película en la que Bill Murray ejercía de hombre del tiempo desplazado a Punxsutawney (o como se diga, una población de Pensilvania) a cubrir el acto en el que, cada 2 de febrero, la marmota Phil aclara cuándo llega la primavera.

El cabreado periodista entraba entonces en un bucle vital (‘Atrapado en el tiempo’, se titulaba el largometraje) donde cada jornada de su vida era una repetición del Día de la Marmota que se inauguraba, nada más despertarse a las seis de la madrugada, con la misma canción en la radio y un “Excursionistas, arriba”. Y luego a tratar de descifrar si el hecho de que el roedor ejerciente de meteorólogo retornase a su madriguera raudo era porque había visto su sombra e implicaba que el invierno duraba seis semanas más o era porque se había dejado encendida la luz de la despensa. Porque vaya usted a saber: si es capaz de acertar lo que duran las estaciones, lo mismo también puede interpretar la factura de la luz.

Aquí nos pasa lo mismo, que andamos en bucle, sólo que con Bárcenas o Villarejo, que cada vez que pensamos que los hemos perdido de vista salen de la madriguera, como la marmota Phil, para recordarnos que siguen ahí, dando una nueva pista de lo que -según ellos- ha sucedido en la intrahistoria de las alcantarillas del poder. Y todo por fascículos, a ver si mientras hay alguien que se asuste lo suficiente para que les concedan el tercer grado, como ha pasado con los políticos presos del procès, ahora tan campantes por esta Cataluña plural y agotada de las mil y un independencias declaradas por tanto personaje disparatado. Lo cual que, digo yo, que si estos señores tienen algo que decir (los del procès también) convendría que hablaran ahora o que se callaran porque lo de amagar y no dar es, aparte de una cobardía, una manera de que no progresemos hacia ninguna parte, de que la corrupción y la estulticia de los mismos siempre sea portada de noticieros sin que tenga consecuencias. Porque, arriesgándome más que Phil o sus homólogos de otros rincones de Norteamérica, yo diré que Rajoy o la antigua cúpula del PP no irá a la cárcel ni de visita.

Únicamente se propicia con esto de repetirse hasta la extenuación la idea de que habitamos un patio de Monipodio, una república bananera donde no todos son lo que parecen. O tal vez sí. El problema es que muchos hemos acabado por creer que la culpa es nuestra, porque ni nos inmutamos con cada exclusiva que vienen a darnos don Luis Bárcenas o don José Manuel Villarejo, pero que sale siempre sin pruebas. A los indepes ni los nombro, porque son una troupe más extensa que el Circo del Sol en versión de baratillo, un bluf. Al final, todos han acabado por convertirse en una suerte del enano de la venta, aquella fábula de Hartzenbusch en la que el protagonista, habitante del pajar, amagaba con bajar para controlar las riñas; hasta que un día un chulito subió y bajo de la oreja al exiguo valentón y todo quedó en unas risas. Y así, a España, es muy difícil tomársela en serio.

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