Sarmentosos los rostros que revelan la paciencia y con una luz de incomprensión en la mirada, nuestros mayores, las personas que después de la tragedia del COVID-19 han sobrevivido de esa generación a la que se denomina despectivamente viejos, les cuesta adaptarse a las tecnologías de la deshumanización. Y parece que nadie se había dado cuenta hasta que han comenzado una campaña de recogida de firmas para evidenciar las tropelías abusivas de muchas empresas bancarias.

Los bancos que salvamos con más de cincuenta y cinco mil millones de euros de dinero público en 2011 se han olvidado ya de quién pagó la cuenta de sus errores y muerden ahora las manos que les dieron de comer, a quienes les permitieron sobrevivir de una quiebra cierta provocada por su soberbia y su falta de criterio. Con un añadido: que ese dinero “prestado” para su supervivencia no se devolverá nunca para reinvertirse en proyectos que beneficien a la sociedad. Y no, no es que nos hayamos vuelto anticapitalistas; es que empezamos a ver claramente que no había un banco malo (Sareb) y el resto eran los buenos. Que casi todos son iguales: buscan ampliar rentabilidad y beneficios aunque eso suponga exprimir hasta la última gota de sangre al cliente/víctima.

Por eso cierran sucursales o dejan municipios sin servicios olvidándose de la frase de Clinton dirigida a Bush padre: ¡Es la economía, estúpido! Y la economía (la real) no son los grandes capitales que huyen de España cuando la situación se complica; son las cuentas pequeñas, los fondos que se han ido ingresando euro a euro por los pequeños ahorradores a los que antaño, cuando las vacas flacas, se les recibía en las sucursales con una sonrisa lobuna y, en este momento, los maltratan perversamente. Han mermado la atención personal para ahorrar costes y obligarnos a nosotros a autogestionar un dinero ganado con el sudor de nuestra frente a través de las máquinas situadas en el exterior o de esa banca en línea informatizada donde nadie sabe ni contesta. Y los ancianos, nuestros ancianos, con su salud precaria, con las dificultades que ya les supone el vivir cotidiano, no comprenden cómo no les permiten sacar su dinero en ventanilla, porqué deben pasar una hora en una cola, enfrentarse a un artefacto que les pide datos y claves con una rapidez que muchos de ellos (y ellas) no pueden seguir. Y acaban confusos, agotados, hartos.

Viendo su humillación, más de una vez, quienes hemos estado cerca, les hemos echado una mano desde el respeto debido a quienes nos abrieron el camino y construyeron este país. Es entonces cuando te cuentan, impotentes, cuánto les angustia realizar cada gestión. A ellos, que trabajaron toda la vida economizando siempre, que no saben de tarjetas, ni códigos ni gaitas y funcionan con su libreta de ahorros. A ellos, a los que les cobran comisiones abusivas o de mantenimiento por unos servicios que no reciben. Y me recuerdan, una vez que hemos conseguido sacar los euros que precisaban, que en la sucursal hubo un tiempo en que los trataron como personas, en que los trabajadores conocían sus nombres y circunstancias y no se les hablaba en ese idioma creado expresamente para confundirlos. Que tienen claro que los tiempos avanzan raudos, pero no tiene que ser dejando a nadie atrás. Porque son mayores, sí, pero no idiotas.

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