Sobre el papel, la justicia es ciega y se supone que los jueces que la imparten reflejan esa ceguera en una palpable dosis de imparcialidad, ecuanimidad, ausencia de intereses personales de carácter ideológico, religioso o de cualquier otra índole.

El instrumento de la Justicia es, en las representaciones alegóricas, la balanza, algo que requiere un equilibrio perfecto, es decir, que tiene un fiel que jamás debería desviarse hacia ninguna de las partes litigantes. Pero eso sucede solo sobre el papel, en la capacidad significativa que adquiere toda alegoría. La realidad es bien distinta desde siempre.  Quevedo hizo un retrato mucho más despiadado de la realidad judicial en su obra Los sueños, en que la parcialidad, la venalidad y la prevaricación aparecían como la práctica más extendida en la impartición de la Justicia, que de esta forma dejaba de serlo para convertirse en un juego de intereses y poderes que alejaban y desviaban ese ideal fiel de la balanza en favor de la parte más poderosa, más rica, más próxima al juez. Una conocidísima letrilla, también de Quevedo, resume la visión del poeta:

          Por importar en los tratos
y dar tan buenos consejos
en las casas de los viejos
gatos lo guardan de gatos;
y, pues él rompe recatos
y ablanda al juez más severo,
poderoso caballero
es don Dinero.

          Mucho más recientemente, el exalcalde de Jerez, Pedro Pacheco, se enfrentó a los tribunales por decir públicamente algo que todos hemos pensado alguna vez: que la Justicia es un cachondeo.

Tribunal de las Aguas de Valencia. Imagen de la UNESCO

          Resulta chocante que en la era de la información inmediata, haya jueces de instancias judiciales que aparezcan señalados como pertenecientes al sector conservador o al progresista, algo que contradice de raíz la imparcialidad. La judicatura no debería asumir adjetivos, pues asegurar que un juez es conservador o progresista es tanto como decir que no es un juez recto. De igual forma, me resulta sospechoso que las sentencias en los casos de corrupción política, parezcan ser muy duras si se trata de los casos que afectan al PSOE y muy benignas si se trata de la corrupción del PP (me sigo preguntando si machacar los discos duros de Génova va a quedar en simple anécdota). Y si hablamos del bloqueo por parte del PP de los más altos tribunales, me queda la sensación de que la Justicia es una pantomima llena de magistrados indignos y vendidos, con toda la gravedad del caso y todas las agravantes. ¿En manos de quién está la Justicia? ¿Qué seguridad jurídica ofrece este panorama? ¿Cómo no han tenido la honestidad de dimitir en bloque los que están en funciones desde hace cuatro años? ¿Tantos favores les deben a los partidos como para soportar la riada de descrédito y desprecio social que los envuelve?

          Recuerdo que en mi juventud existía en los pueblos pequeños la figura del juez de paz, alguien que normalmente carecía de formación jurídica y que era nombrado por ser una persona honesta y públicamente aceptada por sus vecinos. También recuerdo que en muchos pleitos se recurrí a otra figura, el hombre bueno, que actualmente sería un mediador entre las partes. Eran campesinos, estanqueros, amas de casa… y cumplían su función de una forma dignísima. Por contraste, los miembros de los tribunales Constitucional y Supremo, los vocales del CGPJ parecen ser la voz de sus amos, siempre atentos a intereses de partido, algo que los retrata con una inconsistencia moral que horroriza al ciudadano. No hacen justicia porque ellos mismos son injustos y su conducta convierte a la Justicia en un cachondeo, muy por debajo de la rectitud de quienes administraban justicia sabiamente en los juzgados de paz, en el Tribunal de las Aguas valenciano, en las mediaciones de aquellos hombres buenos, que no habían pisado jamás una Facultad de Derecho.

Alberto Granados

FOTO: Dreamstime

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