Los residentes de la Peza, en vez de pedir que desalojaran el espacio con la intervención de las Fuerzas de Seguridad del Estado, los han despedido con pena y los han animado a volver

En los años cincuenta del siglo pasado, la modernidad para un señor de La Peza consistía en irse Barcelona o a Suiza a trabajar y a conocer mundo para regresar luego en la temporada de fiestas, por San Marcos con sus hornazos y su romería campestre, o por los toros de Nuestra Señora del Rosario, cuando, si los morlacos si no entraban por su gusto en la plaza, uno del terreno les daba un guantazo y los dejaba grogui con cuernos y todo. Ahora, setenta años después y mientras se vacían los pueblos españoles, la modernidad es venirse desde diferentes puntos de Europa a La Peza para montar ahí el jolgorio padre, que se traduce en casi cinco mil almas aparecidas como por ensalmo por aquellos lares el 30 de diciembre bailando/bebiendo sin parar. Desde ese preciso instante La Peza ha sido portada de informativos para sorpresa de extraños y entretenimiento del paisanaje con el novísimo señor alcalde, Fernando Álvarez, a la cabeza que, de buena mañana, pasaba educadamente a saludar a los visitantes y a preguntarles lo natural: “¿Hasta cuándo tenemos que seguir divirtiéndonos?”. Y se han divertido de lo lindo hasta rozar el día de Reyes.

Lo cual que los chavales foráneos han vuelto a poner el municipio en el mapa de interés turístico con esa “rave”, que es como las celebraciones de antaño pero con su música electrónica y la movilización de jóvenes de medio continente que han pasado en sus caravanas (o cualquier espacio digno de llamarse habitáculo para dormir) seis días disfrutando del paisaje y de las temperaturas de cuatro grados en una fiesta de autogestionada y más limpia que los botellones de los nenes de Granada; mayormente porque ellos mismos se han encargado de contratar a una empresa para limpiar la basura acumulada una vez que se ha terminado este homenaje libertario a Baco.

Pero lo más llamativo es que, los residentes, en vez de pedir que desalojaran el espacio con la intervención de las Fuerzas de Seguridad del Estado, los han despedido con pena y los han animado a volver, clara constatación de que saben distinguir cuándo conviene o no una visita. Baste recordar a don Manuel Atienza, el alcalde carbonero, puesto negro sobre blanco para la posteridad por Pedro Antonio de Alarcón, que, cuando la Guerra de la Independencia diseñó con los vecinos una especie de cañón (un tronco vaciado y cargado hasta los topes de pólvora, hierros viejos y todo lo que se les ocurrió) para recibir a los gabachos. El resultado, que Atienza se cargó a medio escuadrón francés, que los hizo retroceder y que, aunque luego les ganaran la batalla porque los cuadruplicaban en número, jamás capitularon. Porque en La Peza nadie se rinde, no va en la idiosincrasia de unas gentes que han echado un vistazo al fenómeno cargados de curiosidad, se han percatado de la visibilidad que implica y se han convertido en defensores de la ‘rave’, pese a los intentos de manipulación de cierta prensa sensacionalista. Cuestión de perspectiva y de preocupación real por la despoblación que evidencian que posee más capacidad de análisis una señora de La Peza que veinte tertulianos trajeados cargando contra un fenómeno inevitable. La cuestión es cómo regularizarlo para evitar problemas de seguridad porque, por si no ha quedado claro, la fiesta no va a parar.

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