«LECTURA DE NUBES EN EL CIELO» por Alberto Granados
El lector puede encontrar la reseña del primer volumen de estas Memorias en este enlace:
Este es el expresivo título del segundo volumen de las Memorias de Antonio Enrique (Memorias II, Lectura de nubes en el cielo, Granada, Editorial Dauro, 2020, 275 páginas). Él, creyente de mil concepciones esotéricas, mira el paso de las nubes y reconoce en ellas la voz de los muchos amigos poetas que ha tratado a lo largo de sus viajes, destinos docentes, encuentros de escritores, jurados de certámenes literarios, presentaciones de libros y demás usos y costumbres de esos extraños seres que conocemos como poetas, que son, según el autor, los seres más despreciables del mundo, cada uno con su ego a cuestas, sus manías y sus recovecos anímicos.
Si el primer volumen se destinaba a exponer la cosmovisión de Antonio Enrique, este segundo es un canto a la amistad y los afectos que genera el ámbito de la creación poética. Y también, por contraste, de las fobias, desafecciones e inquinas irreversibles.
Pero no debo crear una imagen engañosa del conjunto de estas Memorias. No se trata de tres volúmenes estancos, cada uno destinado a exponer un aspecto ajeno a los otros. Por el contrario, estas Memorias tienen una consistencia de sinfonía, una composición en la que van surgiendo temas que se repiten una y otra vez con leves variaciones orquestales. Dicho de otro modo: hay una serie de aspectos que aparecen en los tres volúmenes, ensamblados en la concepción global, pero autónomos y progresivos en su acumulación, un efecto que llega a crear un clímax musical. Su cosmovisión, su compañera (la bailarina Trinidad Sevillano, su cisne esdrújulo: yo la asocio a un diminuto colibrí, toda armonía y sensibilidad) y su nuevo-viejo amor (la niña de la que se enamoró en la adolescencia y a la que ha reencontrado ahora), su visión de la literatura, su insaciable necesidad de amistad, de amor, de vida. Así es como debe entenderse el conjunto, porque lo contrario sería quedarse en la piel del libro.
Con esta artificiosa salvedad vuelvo a afirmar que este segundo volumen habla de sus amigos poetas. Por sus páginas desfilan una enorme nómina de autores con los que ha mantenido larga correspondencia literaria. Muchos son conocidos, otros no consiguieron salir de un casi anonimato público, quedando su obra solo para los amigos. Algunos han muerto, otros muchos sobreviven cada uno en su circunstancia.
Hay un aspecto que tenía que aparecer inexcusablemente: la vieja polémica entre las dos tendencias poéticas surgidas en Granada hace casi cuarenta años, la poesía de la experiencia o de la otra sentimentalidad, por un lado, que se convirtió en tendencia dominante de la mano de Javier Egea, Álvaro Salvador y, especialmente, Luis García Montero. El auge de esta modalidad y la presencia de los grandes gurús mediáticos borró la existencia de otra tendencia, la poesía de la diferencia: estos poetas se quejaron con razón, de haber sido excluidos de las grandes colecciones nacionales de poesía, de las antologías, de los suplementos y revistas literarios, de los jurados y del reconocimiento que, sin la menor duda, se merecen. Casi muerte civil para estos poetas, que siempre culparon a García Montero y su entorno de boicotearlos. Antonio Enrique dedica un capítulo al tema y habla de una conversación en coche desde Jaén entre García Montero y él, en que le pidió cabida a los de la diferencia. El resultado de la petición sigue siendo desolador, muchos años después.
Antonio Enrique en un acto de la Academia de Buenas Letras de Granada
Otro aspecto que me ha sorprendido: cierta admiración hacia la figura del desaparecido Manuel García Viñó, sedicente crítico literario que más que otra cosa, a través de su panfleto La fiera literaria, ha ejercido el libelo, la parodia, el insulto y la descalificación global de autores muy celebrados. Pero Antonio Enrique es amigo de sus amigos, me temo que incondicionalmente.
Confesándose no lorquiano, la figura de Federico sobrevuela este segundo volumen al hablar de su asesinato, de su verdugo (uno de ellos) y al lanzar la hipótesis sobre dónde se encuentra su cadáver, tan estérilmente buscado junto a la Fuente de las Lágrimas.
Y no podían faltar los poetas de su grupo Ánade: Enrique Morón, el desaparecido Juan León, José Lupiáñez y su Fernandillo (Fernando de Villena), amigos de aventuras poéticas, cuchipandas, debates y creaciones colectivas. Todos ellos revestidos de un aura de afecto y vida compartida, un ámbito poético-vital que se ha ido diluyendo, pero que revive en la evocación emocionada de Antonio Enrique, siempre necesitado del sentimiento de amistad.
Todo este nomenclátor poético destila el afecto, la admiración y la celebración de la poesía y de la amistad. Y de fondo, la prosa magistral del autor, que no puede dejar indiferente a nadie. Muy pronto, la tercera (y por ahora última) entrega en este blog.
Alberto Granados